marzo 25, 2012

Pero ¿qué más?, ¿qué, aparte del paisaje?

Yo, el blanco

En Dar es Salaam compré un viejo Land Rover a un inglés que ya se volvía a Europa. Corría el año 1962, varios meses antes Tanganica había conseguido la independencia y muchos ingleses del servicio colonial perdieron sus puestos de trabajo, sus cargos e incluso sus casas. En sus clubes, que se iban quedando desiertos, a cada momento se oía contar a alguien que había ido por la mañana a su ministerio y allí, de detrás de su mesa de despacho, le sonreía alguno de los lugareños: “¡Lo siento mucho!” (...)

 Dar es Salaam - Oyster Bay, Tanzania

En este tiempo no abundan todavía los casos de ascenso social producto de la independencia. Los barrios blancos siguen dominados por blancos. Es que Dar es Salaam, al igual que otras ciudades de esta parte del continente, se compone de tres barrios separados entre sí (por lo general, por agua o por un cinturón de tierra vacía). De modo que el mejor barrio, el barrio situado más cerca del mar, por supuesto pertenece a los blancos. Es la Oyster Bay: chalés suntuosos, jardines inundados de flores, tupidos céspedes y rectas alamedas con gravillas. Sí, aquí se lleva una vida de lujo, tanto más cuanto que no hay que hacer nada: se ocupa de todo una servidumbre silenciosa, diligente y discreta. Aquí la gente se pasea como, seguramente, lo haría en el paraíso: libre, despreocupada, contenta de estar en aquel sitio y encantada con la belleza del mundo.
Más allá del puente, de la laguna, mucho más lejos del mar, bullicioso y rebosante de gente, se apretuja el bario de piedra de los comerciantes. Está habitado por hindúes, paquistaníes, gentes venidas de Goa, de Bangla Desh y de Sri Lanka, y todos han recibido ahí el generalizador nombre de asiáticos. A pesar de que hay entre ellos varios hombres ricos, la mayoría vive en un estándar mediano, sin ninguna clase de lujos.


Cuanto más lejos del mar, tanto más calor, sequedad y polvo. Precisamente allí, sobre la arena, sobre la tierra desnuda y yerma se levantan las chozas de barro del barrio africano.  Cada una de sus partes lleva el nombre de una de las antiguas aldeas donde habían vivido los esclavos del sultán de Zanzíbar. (...) Dependiendo del color de la piel, todo el mundo tenía aquí asignado el papel y el lugar que le correspondía.
Los que escribían sobre el apartheid subrayaban que era el sistema inventado e impuesto en Sudáfrica, el país gobernado por blancos racistas. Pero ahora me acababa de convencer que el apartheid era un fenómeno mucho más universal y generalizado. (...)
A una ciudad así llegué por varios años como corresponsal de la Agencia de Prensa Polaca. Al circular por sus calles pronto me di cuenta de que estaba atrapado en las redes del apartheid. Sobre todo revivió en mí el problema del color de la piel. Era blanco. En Polonia, en Europa, jamás me había parado a pensar en ello. Allí, en África, el color se convertía en un indicador muy importante, y para gentes sencillas, único, blanco. El blanco, o sea el colonialista, saqueador e invasor. He conquistado África, he conquistado Tanganica, pasé a cuchillo la tribu del que ahora está delante de mí, me cargué a todos sus antepasados. Lo convertí en huérfano, además, humillado e impotente. Enfermo y eternamente hambriento. Sí, cuando ahora me está mirando debe pensar: el blanco, el que mee lo arrebató todo, el que descargó latigazos en la espalda de mi abuelo, el que violó a mi madre. Ahora lo tienes delante, ¡míralo bien!
No pude solucionar dentro de mi conciencia el problema de la culpa. A sus ojos como blanco, yo era culpable. La esclavitud, el colonialismo, los quinientos años de sufrimiento no dejan de ser un turbio asunto de los blancos. ¿De los blancos? Así que también es asunto mío. ¿Mío? No lograba despertar dentro de mí ese sentimiento purificador y liberador que consistiría en sentirse culpable. Mostrase arrepentido. Pedir perdón. ¡Todo lo contrario! Al principio intenté contraatacar: “¿Qué vosotros fuisteis colonizados? ¡Nosotros, los polacos, también! Durante ciento treinta años fuimos colonia de tres Estados invasores. También blancos, por más señas.” Se reían, se daban golpecitos en la frente en un gesto más que elocuente y se marchaban cada uno por su lado. Yo los irritaba porque sospechaban que quería engañarlos. A pesar de mi interna convicción de inocencia, yo sabía que a sus ojos era culpable. (...)
Me encontraba mal en todas partes. El color blanco de la piel aunque privilegiado, a mí también me tenía encerrado en la jaula del apartheid. Cierto que, en mi caso, de oro, pero no por eso menos jaula, la de Oyster Bay. Un barrio hermoso. Hermoso, lleno de flores y... aburrido. Es verdad que aquí uno  podía pasearse entre altos cocoteros, admirar enmarañadas buganvillas, elegantes y delicadas tuberosas y rocas tupidamente cubiertas de algas. Pero ¿qué más?, ¿qué, aparte del paisaje? Los habitantes del barrio se componían de funcionarios de la colonia que solo pensaban en el momento en que expiraría su contrato, en comprar como recuerdo una piel de cocodrilo o un cuerno de rinoceronte y marcharse. Sus esposas hablaban de la salud de los hijos o de algún party pasado o por celebrarse. ¡Y yo con la obligación de enviar todos los días una crónica! ¿Sobre qué? ¿De dónde iba a sacar el material?

Extraido de Ébano (1998) de Ryszard Kapuściński