diciembre 21, 2012

La aventura, forma épica de turismo



Cuando usted viaje, deje su vida en su casa, en su pueblo, en su ciudad. Es un artefacto inútil. No la exhiba a nadie. Sea un “sibarita del silencio”, como dice Benjamín Jarnés. Los seres que hacen su propia apología deben recluirse en el narcisismo. Quien lleva a los pleasure trips preocupaciones de vanidad, agrega la carga más estulta a sus valijas... Vaya, entonces, con liviano equipaje de sí mismo: con muchas, muchas mudas para el cuerpo y pocos trajes para el alma.



Perderse en una ciudad desconocida depara al turista cabales emociones. Entre ellas, la de encontrarse en el laberinto de la propia idiosincrasia. Todo viaje debería ser una sucesión de extravíos. De tal suerte cada cual experimentaría, en el asedio de lo imprevisto o en el asalto de la sorpresa, la sensación de riesgo que es la que graba más hondos los recuerdos. Desgraciadamente el arte de perderse se torna cada vez más difícil. El progreso del urbanismo lo simplifica todo, hurtando a la intuición los privilegios de su clarividencia; sobre todo esa inefable iniciativa de abrir, en la jungle de la desorientación, la vereda interior que conduce a la confianza en uno mismo.

 

Ha pasado la época romántica del turismo. Lo exótico no interesa ya como tema sentimental sino como documento fotográfico. El viajador de hoy prescinde de toda efusión: constata y parte de nuevo. Las giras a prorrata con miembros de institutos superiores como cicerones descartan la posibilidad de cualquier cristalización emotiva. Jamás están tan en programa, por otra parte... Inútil pensar en aventuras. La aventura, forma épica de turismo, no se aviene con los coches pullman ni con los aviones de acero. El confort ha matado a aquello. Si Pierre Loti leyera el reciente libro de François Croisset: Nous avons fair un Beau voyage, estallaría de grima. Nada de itinerarios espirituales, con estaciones de amor, de crimen y muerte. “Jornadas inglesas: té, golf, caza de tigres, faquires encantadores de ofidios en la terraza del hotel...” y nada más. A eso se va a la India, en la actualidad. Y a todas partes. A cosechar, quizás, la única nostalgia: la del sol de los trópicos que tiñe el color de moda en la faz de los odres vacíos que son los hombres de hoy.

Extraído de Periplo (1931) de Juan Filloy

diciembre 12, 2012

La idea de no ser pobre me hizo muy patriótico


Cubierta de la primera edición del libro (1933)

Viajé a Inglaterra en tercera clase via Dunkerke-Tilbury, que es la forma más barata  aunque no la peor de cruzar el Canal. Se debe pagar algo extra para acceder a un camarote, por lo cual dormí en el salón, junto a la mayor parte de los pasajeros de tercera clase. Leo esta entrada en mi diario de ese día:

‘Durmiendo en el salón, veintisiete hombres, dieciséis mujeres. De las mujeres, ni una de ellas se ha lavado la cara esta mañana. Los hombres en su mayoría fueron al cuarto de baño; las mujeres sólo se limitaron a tomar sus neceseres y cubrir la suciedad con maquillaje en polvo. Pregunta: ¿Una diferencia sexual secundaria?’
Durante el viaje me encontré con una pareja de rumanos, casi niños, que iban a Inglaterra en viaje de luna de miel. Me hicieron innumerables preguntas sobre Inglaterra, y les dije algunas mentiras asombrosas. Estaba tan feliz de volver a casa, después de haberla pasado mal en una ciudad extranjera, que Inglaterra me parecía una suerte de Paraíso. Hay, en efecto, muchas cosas en Inglaterra que te hacen feliz de llegar a casa: cuartos de baño, sillones, salsa de menta, papas nuevas correctamente cocidas, pan negro, mermelada, cerveza hecha con verdadero lúpulo –que son todos espléndidos si se los puede pagar. Inglaterra es un muy buen país cuando no eres pobre (...). La idea de no ser pobre me hizo muy patriótico. A más preguntas que los rumanos me hacían, más elogiaba Inglaterra, el clima, el paisaje, el arte, la literatura, las leyes: todo en Inglaterra era perfecto.


Hotel Tilbury, ca. 1890. El hotel se construyó en 1886 y fue destruido durante un bombardeo alemán en 1944.

¿Es buena la arquitectura en Inglaterra?, preguntaron los rumanos, '¡Espléndida!, dije. '¡Y deberían ver las estatuas de Londres! Paris es vulgar -mitad grandiosidad y mitad tugurios. pero Londres...'
Entonces el ferry atracó en el muelle de Tilbury. el primer edificio que vimos sobre la orilla del río fue uno de esos enormes hoteles, con estuco y pináculos, que miran desde la costa inglesa como idiotas espiando sobre las paredes de un hospicio. Miré a los rumanos, demasiado educados como para decir algo, volviendo sus ojos al hotel. 'Construido por arquitectos franceses', les aseguré; e incluso más tarde, cuando el tren se dirigía a Londres a través de los suburbios del este, me mantuve en elogiar la belleza de la arquitectura inglesa. Nada parecía ya demasiado bueno para decir sobre Inglaterra, ahora que volvía a casa y los tiempos difíciles quedaban atrás.

Extraído de Down and Out in Paris and London (1933) de George Orwell