noviembre 27, 2011

El cus-cus de Sarmiento


Señor Juan Thompson - Orán, enero 2 de 1847


Desde Mers-El-Kebir, última estación, las diligencias conducen a Oran a los viajeros por un camino excavado en la roca viva, entre el mar y la montaña que circunda la bahía. Oran es una segunda edición del Argel, con variantes de colinas y valles, pero la misma fisonomía, igual movimiento de construcción, igual mezcla de moros y franceses, de judíos y españoles, de negros y árabes, por lo que me abstendré de entrar en otros pormenores, indicando de paso tan solo que en lo ancho de las calles y el aspecto de los edificios públicos, se deja traslucir todavía la pasada dominación española. Dos días después de mi arribo, sabiendo que el general Lamoriciere estaba ausente, presenté las cartas del duque d'Isly al jefe del bireau árabe, quien anticipándose a toda solicitud de mi parte, me ofreció caballos, guía, escolta, y las órdenes necesarias para ser recibido de los jefes de las tribus (...) A las ocho de la mañana del día siguiente todo estaba dispuesto para la partida. Un shauss, empleado civil árabe, conducía dos órdenes escritas en arábigo, por las que se prevenía a los jefes del duar me ofreciesen la diffa correspondiente a un amigo del mariscal. La diffa es una comida que el duar suministra a los empleados del gobierno, y un ditar, una reunión de veinticinco tiendas; varios duares forman una sección de tribu, y cinco secciones forman la tribu, mandada por un agah y un kadi, cada uno de los cuales tiene un kalifa o teniente. (...)

Retrato imaginario de Sarmiento realizado por su 
hermana Procesa sobre el viaje a Argelia
 
No extrañe Ud. que no le describa el país que atravesábamos, generalmente accidentado de colinas y variado por el aspecto de algunas villas nacientes; el palcer de verme a caballo en campo abierto e inculto y con la dorada perspectiva de galopar a mis anchas, me distraía de prestar atención a los objetos que me rodeaban. Los instintos gauchos que duermen en nosotros mientras no podemos disponer de otro vehículo que carruajes, trenes o vapores, se había despertado de golpe al estreépito de las pisadas de una partida de caballos, y desde que salimos de Orán, como el instrumentista que recorre el teclado antes de aventurarse en la ejecución de unas variaciones difíciles, yo aplicana al caballo las espuelas haciéndolo corcovear, a fin de descubruirle el juego, es decir, toda su agilidad y destreza. Enseguida, deseando darme aire de un agah o un tolba árabe, estudiaba a hurtadillas en mis compañeros la manera de llevar el bornoz, de que me había provisto para solemnizar con sus anchos y pomposos pliegues la gravedad de mi posición oficial (...)
Una hora hacía, sin embargo, que marchábamos al trote con mucha mortificación mía, que iba, para usar de la enérgica figura del pueblo en América, saliéndome de la vaina por probar la tan ponderada ligereza de los caballos árabes, cuando el shauss me observó que si seguíamos a aquel paso, llegaríamos a deshora al Sig, donde habíamos de pasar la noche. Por el muslo del Profeta, hube de exclamar yo, indignado al oír tan fea como no merecida reconvención. (...)
Cuando hube logrado reponerme en la posición perpendicular y colocado debidamente mis arreos, reivindicando por una descarga de azotes a mano airada la comprometida reputación de jinete, saboreé, con la inefable beatitud de los colegiales, el indecible placer de galopar horas enteras por montes y valles, salvando una zanja aquí, arremetiendo con un espeso matorral acullá, y aspirando a torrentes el aire recargado de las exhalaciones húmedas de la vegetación y del polvo que las pisadas de los caballos suscitaban. Y para que las reminiscencias de la vida americana fuesen mas vivas, a poco andar abandonamos el camino, y cortando el campo, la comitiva se dirigió a unas lomadas que a lo lejos se divisaban, y en cuyos recuestos estaba acampado el duar que debía suministrarnos la díffa de la mañana. Como Ud. ve, en África, bien así como en nuestras pampas americanas, la línea mas recta es el camino más corto para llegar de un punto a otro, mal que les pese a los propietarios de los sembradíos, de los que atravesamos ocho por lo menos, sin que la comitiva se desviase un ápice de su dirección.La diffa se hacia esperar demasiado; y eso que yo no abrigaba ilusión ya sobre su importancia en vista de tan significativos antecedentes, a mas que mi oficial francés, gran conocedor en la materia, me había aconsejado llevar conmigo un perro a quien pasarle por lo bajo los mejores bocados, si quería evitar un pronunciamiento en el reino estomacal. Pero yo me disponía a gustar la diffa, como el médico prueba a veces los remedios que administra; que a tanta costa debe el viajero comprar el privilegio de ser el héroe de su propia novela. La diffa se anunció al fin; precedíala un plato de madera lleno de tortas fritas, colocadas simétricamente para dar lugar y apoyo a una docena de huevos durísimos que formaban una pirámide hacia el centro. Un árabe se lavó solo la punta de los dedos en una sucia y abollada vasija de cobre, en la cual se nos sirvió enseguida agua para beber, más tarde leche de oveja, y luego agua de nuevo. A cada ronda que la malhadada vasija hacia, seguíanla mis ojos de mano en mano para llevar cuenta de los puntos del borde donde los árabes ponían sus labios. Esfuerzo inútil! Al fin descubrí una abolladura inaccesible que me reservé desde entonces para mi uso personal. El árabe que se había lavado dos dedos lo suficiente para alcanzarse a discernir de lejos la costa firme que descubría la parte virgen de la mano, me descascaró dos huevos que engullí casi enteros, a  fin de que pasase cuanto antes aquel cáliz de mi boca.

Tenga Ud. paciencia, mi querido amigo, ya ve que cumplo con la promesa que a petición suya le hice de describirle mis costumbres árabes. Las tortillas fritas vinieron en seguida, y aunque crasas y espirituosas en fuerza de lo rancio do la mantequilla, yo sostuve como un héroe mi posición, sin pestañear, sin titubear un momento, sin echar mano siquiera do uno de tantos subterfugios y engañifas de que en iguales casos se habría servido un gastrónomo vulgar. Más hice todavía. Habiéndome revelado algunos que aquel lago fangoso que se divisaba en el fondo del plato y que yo había respetado, tomándolo por sebuno depósito de la fritanga, era miel de abejas, descendí basta él con los pedazos de las tortillas, alzando una buena porción en cada revuelco. Hasta aquí todo marchaba en el mejor orden; pero aun faltaba lo más peliagudo de la empresa, y nada se había hecho, si no lograba hacer pasar el cuscussú, verdadero quis vel quid para estómagos europeos de la regalada gastronomía del desierto. Es el cuscussú una arenilla confeccionada a mano, hecha con harina frita sin sal y anegada después en leche. Confieso que cuando se presentó el enorme plato que lo contenía, el cuerpo me temblaba de pies a cabeza, no obstante que nunca he tenido miedo a manjar ninguno; un sudor helado corría por mis sienes, y el estómago, no que el corazón, me latía cual gime el niño a quien el pedagogo manda al rincón. Lo peor del caso era que yo debía principiar, como el héroe de la fiesta, sin lo cual nadie era osado de hundir su cuchara de palo en la movible arena farinácea. Repentinamente, como el que al bañarse en el mar se precipita de cabeza después de haber vacilado largo tiempo presintiendo la impresión del frío, yo enterré mi cuchara hasta el mango, y sacándola llena de cuscussú y leche la sepulté en la boca. Lo que pasó dentro de mí en este momento resiste a toda descripción. Cuando abrí los ojos, me pareció hallarme en un mundo nuevo; todos mis tendones contraídos por el sublime esfuerzo de voluntad que acababa de hacer, se fueron estirando poco a poco, y dispersándose con la alegría de soldados que abandonan la formación después de disipada la alarma hija de alguna noticia falsa. De todo ello he concluido que, o el cuscussú no es abominablemente ingrato; o que Dios es grande y sus obras maravillosas; o en fin, que no se ha inventado todavía el potaje que me ha de hacer volver la cara. Después del cuscussú a quien juré, por la Meca, acometer donde quiera que se me presentase, se apersonó ante mí un corderito asado a la manera de nuestros asados de campo en América. Si la diffa hubiera principiado por este capítulo, Ud. se habría visto defraudado de toda la enojosa descripción que acabo de hacerle de la hospitalaria mesa árabe, sin que pueda Ud. creer que en otros duares o en otras tribus sea mejor condimentada. He recibido la diffa en cuatro duares de tribus diversas, y más o menos rancia la mantequilla; un jarro de lata con la impresión de los dedos de tres generaciones, en lugar de la vasija de cobre; algunos cardos silvestres, o un puñado de dátiles por añadidura, en todas partes la diffa es siempre la misma. 

Extraído de Viajes por Europa, África y América, 1845-1847 de Domingo F. Sarmiento

noviembre 25, 2011

En Londres (1938) - Vinicius de Moraes


Inglaterra no fue para mí un amor a primera vista. Al llegar a Londres la ciudad me sorprendió por su reserva. Sentí, de hecho, la poesía del gran puerto, a bordo del navío que entraba lentamente en el Támesis bajo las luces de la madrugada azul-ceniza, poblada de lentas alas blancas de gaviotas. Pero cuando me hallé frente a las calzadas de Piccadilly Circus, cerca de mi hotel, sentí como si la ciudad inmensa estuviese divirtiéndose al observar al chico carioca en su primer contacto con la austeridad del Imperio Británico. Y me hice la rabona. Eran las seis de la tarde y había multitudes en las calles, multitudes que provenían de Regent Street y de Bond Street, multitudes que pasaban a mi lado sin verme, para darme esa sensación exacta de lo que yo era y que mi vanidad de joven poeta premiado no se disponía a admitir: una forma liliputiense más entre las otras, que se paseaba sobre el rostro gigantesco de un Gulliver encadenado, pero divertido con la pequeñez de sus conquistadores. Recuerdo que, en cierto momento, pasó a mi lado una familia hindú vestidas según su usanza: los hombres con turbante, las mujeres envueltas en saris. Jamás había visto un hindú en mi vida. Aquello era demasiado para mí. Fui a refugiarme detrás de un sherry (jerez) en el bar del hotel y salí de allí sólo para irme a dormir a las nueve de la noche. Solo en mi habitación sentí un aislamiento feroz, que parecía venir de la ciudad infinita que me traía de vez en cuando, adormecidos por la distancia, los ruidos informes de su vida nocturna (...)

Sólo tres o cuatro días después, al intentar atravesar una calle en el momento equivocado, me sentí realmente protegido por el Imperio Británico, y comencé a pensar que, a pesar de mi salvajismo, podría amar a Inglaterra. Cuando avanzaba, se posó una mano en mi hombro, a un  tiempo imperiosa y amiga, una mano que me detuvo sin mayor esfuerzo. Alcé la vista hacia atrás y vi muy arriba, muy por encima de mí, mirando desde lo alto, a ese ser especial en el mundo que se denomina “un guardián inglés”, un constable, alto como la Torre de Londres, firme como el peñón de Gibraltar. Cuando llegó el momento adecuado para cruzar la calle, la presión sobre mi hombro desapareció, la mano se retiró y pude partir. Le dirigí una mirada de agradecimiento, a la cual respondió con otra, en la que sentí un frío e inteligente sentido del humor.

Una semana más tarde en una tarde agónica, constantemente cortada por una fina lluvia de neurastenia, mientras esperaba adquirir la entrada para un concierto de Yehudi Menuhin, vi una larga hilera de paraguas formada a ambos lados de una calle cercana al teatro. Me dirigí hacia allí. Poco después pasaba, en automóvil, un señor o, mejor dicho un paraguas famoso, que agitaba en la mano una hoja de papel para la multitud que lo aplaudía. En ese señor reconocí al primer ministro Neville Chamberlain y recordé que volvía de Munich. El papel en cuestión era el pseudocompromiso de no declarar la guerra que le había dado Hitler –que, a pesar de eso, pronto anexaría Checoslovaquia a la potencia alemana-. No, le di mayor importancia al hecho porque en aquel tiempo apenas tenía veinticuatro años y la política no era mi fuerte. Pero no habían pasado dos días y vi en la cara del hombre de las calles de Londres la “resaca” de aquel desfile triste e inútil. Vi al pueblo de Londres con aspecto grave y mirar preocupado. En sus rasgos, leí por primera vez el sentimiento de la cólera contenida y pensé que, desahogada, esa cólera debería ser terrible.

Ya no recuerdo si fue en vísperas del episodio de Munich, o poco antes, que corrió el rumor de que la ciudad de Londres sería bombardeada. Yo había pasado el día en la casa de un conocido y al salir a la calle, sin saber nada aún, entré en the fog, la niebla más espesa que vi en toda mi vida. Me guarecí en un edificio y decidí esperar, no sin un sentimiento de extrañeza en el corazón. Otra vez un constable me sacó de apuros, conduciéndome, como un lazarillo a un ciego, hasta un taxi. Sólo al llegar a mi cuarto, en la pensión a la que me había mudado –uno de esos cuartos del subsuelo desde donde se ve, a través de la ventana, apenas los pies de la humanidad- tomé conciencia cuando hallé una esquela del British Council instándome a viajar de urgencia a Oxford. Desde el cielo nocturno de Londres me llegaba, mágico y constante, el ronquido de los aviones de caza, a la espera de cualquier eventualidad. Era mi primera experiencia de guerra, pero no tuve miedo y decidí desobedecer al British Council. Me acosté y permanecí inmóvil escuchando aquel ruido informe, siniestro y agorero, con el astillado de la primera explosión. Todo aquello era para mí una gran aventura, una gran aventura que, misteriosamente, me aproximaba a Inglaterra y a su pueblo. Mi íntima creencia era que desertar sería cobarde, es decir, abandonar Londres a las bombas alemanas, no estar presente en su defensa, no defenderla yo mismo –proteger a la ciudad que tenía manos para proteger mi vida, cuidados maternales para mi inexperiencia-. Y esa noche, al fin, me dormí. (...)

Otra noche, después de unos tragos, pensé subir la escalera mecánica del underground de Piccadilly Circus en sentido inverso. La escalera mecánica descendía a una velocidad razonable, de modo que yo debía superar esa velocidad y alcanzar así la plataforma superior de la enorme estación. Me lancé a la prueba: hasta hoy no sé cómo logré conseguirlo, porque mi esfuerzo fue desmedido. En fin: fui alentado de modo formidable por todos los que bajaban, y muchos me aclamaban y animaban con palabras y aplausos, como una verdadera hinchada a mi favor. No hubo una sola protesta contra la impertinencia del extranjero que venía a perturbar el buen orden de los servicios de utilidad pública. Ese fue mi primer contacto con el espíritu deportivo inglés, y una de las razones por las que amé a Inglaterra y me sentí tan bien en Londres.

Extraido de El Relato de Viaje. De Sarmiento a Humberto Eco de Jorge Monteleone

mayo 14, 2011

Marco Polo y Kublai Kan

Todo para que Marco Polo pudiese explicar o imaginar que explicaba o que Kublai hubiese imaginado que explicaba o conseguir por último explicarse a sí mismo que aquello que buscaba era siempre algo que estaba delante de él, y aunque se tratara del pasado era un pasado que cambiaba a medida que él avanzaba en su viaje, porque el pasado del viajero cambia según el itinerario cumplido, no digamos ya el pasado próximo al que cada día que pasa añade un día, sino el pasado más remoto. Al llegar a cada nueva ciudad el viajero encuentra un pasado suyo que ya no sabía que tenía: la extrañeza de lo que no eres o no posees más te espera al paso en los lugares extraños y no poseídos.
(...)

¿Viajas para revivir tu pasado? —era en ese momento la pregunta del Kan, que podía también formularse así: ¿Viajas para encontrar tu futuro?
Y la respuesta de Marco:
El allá es un espejo en negativo. El viajero reconoce lo poco que es suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá.
(...)

Del número de ciudades imaginables hay que excluir aquellas en las cuales se suman elementos sin un hilo que los conecte, sin una regla interna, una perspectiva, un discurso. Ocurre con las ciudades como con los sueños: todo lo imaginable puede ser soñado pero hasta el sueño más inesperado es un acertijo que esconde un deseo, o bien su inversa, un miedo. Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas, y toda cosa esconda otra.
No tengo ni deseos ni miedos —declaró el Kan —, y mis sueños están compuestos o por la mente o por el azar.
También las ciudades creen que son obra de la mente o del azar, pero ni la una ni el otro bastan para mantener en pie sus muros. De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya.
(…)

Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.
Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia cuando te pregunto por Venecia.
Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mi es Venecia.
Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida, describiendo Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que recuerdes de ella.
(…)

Irene es un nombre de ciudad de lejos, y si uno se acerca, cambia. La ciudad, para el que pasa sin entrar, es una, y otra para el que está preso de ella y no sale; una es la ciudad a la que se llega la primera vez, otra la que se deja para no volver; cada una merece un nombre diferente; quizá de Irene he hablado ya bajo otros nombres; quizá no he hablado sino de Irene.
(…)

Extraido de Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino