febrero 27, 2012

Y de pronto comprendo que estoy acariciando a mi patria

EL VALLE DE LA LUNA Y OTROS SILENCIOS

Una reunión de más de doscientas personas es, sin duda, poco propicia para el silencio; la que se llamó, acaso un poco extensamente, Primera Reunión Nacional para la Experiencia Piloto de Desarrollo Cultural en La Rioja, no difería otras en ese aspecto; la organizó la Subsecretaría de Cultura de la Nación y fue interesante y fructífera pero, como era de esperarse, se habló en ella sin cesar. Sin embargo, tengo que agradecerle la oportunidad de gozar de silencios admirables en tres provincias del país: San Juan, La Rioja y Catamarca.
Tal vez fui al Valle de la Luna porque me sedujo su nombre; porque este año, querámoslo o no, la luna anda dando vueltas por la imaginación de todos. Aunque tiene acceso por La Rioja, ha pasado a la jurisdicción de San Juan después de lo que habrá sido, supongo, una ardua cuestión de límites, ya que el examen a que fuimos sometidos en el puesto policial daba la impresión de un cruce de fronteras al llegar a un país extranjero y más bien hostil. El viaje había durado varias horas y lo agravaron la incomodidad del vehículo y el número excesivo de sus ocupantes. Pasando Patquía el camino se vuelve cada vez peor y el paisaje, árido siempre, acentúa su carácter desértico. La vegetación -ese monte xerófito nuestro, heroico y sin gracia, que nos cubre casi todo el país con sus arbolitos raquíticos- empieza a ralear y a ser sustituida por una especie de estremecedora belleza mineral. Dejamos atrás el algarrobo, el más corpulento y grácil de la flora; la brea y el chañar de troncos verdes; la pelada retama, la jarilla tiesa y olorosa a resina; el quebracho blanco, como un sauce rígido que se hubiese olvidado del agua. Dejamos atrás hasta el cardón y ya casi no nos va quedando sino el viento y la arena. Un paredón de arenisca roja, profundamente surcado, tiende un espectacular telón de fondo para unos extraños cerros de formas romas y color grisáceo, que parecen gigantescos paquidermos yacentes.
La casa donde buscamos un guía, porque las huellas son inciertas y el suelo móvil y arenoso podría paralizar el automóvil, tiene algo de alucinante: es como si hubiese brotado de la tierra al conjuro de alguna brujería. Las paredes son de algarrobo y barro; de algarrobo las vigas, los horcones que sostienen el techo y el alero, el cerco de troncos que rodea el rancho; todo colocado allí tal como fuera cortado, sin trabajar, con sus formas naturales y retorcidas. El techo de ramitas de pus-pus, está cubierto de barro: el bebedero para los animales y las bateas para lavar son troncos ahuecados; las rústicas sillas que nos ofrecen, de una primitivez enternecedora, son de madera y cuero, con un arco ojival por respaldo. Dentro del rancho, en una de las columnas naturales, está colgada a manera de decoración la tapa de una lata de dulce La Gioconda y me quedo mirándola, absorta al contemplar en aquel confín de la civilización un rostro de Leonardo. Nos lanzamos hacia la aventura entre los grandes trozos de mica que brillan como espejuelos esparcidos en derredor. Sólo entonces comienza la verdadera soledad y ese paisaje que se ha calificado como lunar, con sus montículos de color gris verdoso y su aspecto de virginidad gris trágica, de no haber sido amado por hombre alguno. La erosión del viento ha trabajado las rocas blandas hasta labrar formas sorprendentes, como las del valle Encantado en Neuquén o, en su escala mucho mayor, las de los parques nacionales de Arizona y de Utah en los Estados Unidos. Una parece un pájaro, otra una esfinge, una tercera se alza como una columna solitaria, coronada capitel que nada sostiene, como si fuese el último vestigio de un templo desaparecido. No hay una gota de agua; el único cauce que hemos cruzado es un río de sal, una cinta blanca que se retuerce como una espectral serpiente maléfica, acentuando la desolación del desierto. Unas pocas matas verdes llamadas planta del guanaco, sobreviven como por milagro en aquel yermo: no se ven animales ni pájaros, pero nuestro guía asegura que por allí pasan guanacos y que los persigue el león.
Después de almorzar me aparté un poco para percibir el silencio. ¿Cómo describirlo? No se parecía a ningún otro. Era el silencio del mundo antes de que fuese creada la vida: un mundo geológico, áspero y puro, que no ha conocido aún el grito del animal herido, el aullido de terror, el bramido de la fiera en celo, pero que de alguna manera atroz los presiente. Y sin embargo es un importante yacimiento de fósiles que atestiguan la presencia pretérita de helechos y megaterios.
En contraste con este paisaje sobrecogedor estaba el de Aschá, una finca cerca de Aimogasta donde fuimos a pasar unos días cuatro rezagados de la reunión cultural, después de concluida ésta. El dueño de casa, Julián Cáceres Freyre, nos va llevando de pueblo en pueblo para que conozcamos a la gente del lugar y nos convidan con tortilla de harina cocida en las brasas y vino patero que, como su nombre lo indica, está hecho con uvas pisadas en lagares primitivos. Las tejedoras nos muestran sus mantas de colores vivos, sus matras y peleros de gruesa lana. A mí todo me fascina: el catre de algarrobo y tientos, los morteros de piedra donde pisan el maíz para el locro, las grandes tinajas de barro que servían en otros tiempos para guardar ese vino riojano perfumado y trepador, que es una versión criolla del néctar de los dioses. Pero nada más encantador que la gente misma, con su pausado hablar apoyado en las primeras sílabas y esas maneras sobrias, recatadas y dignas del hombre de tierra adentro a quien todavía no ha contaminado la marea inmigratoria. Todas las mantas de la finca están hechas por estas mujeres hábiles y pacientes que hilan, tiñen y tejen su lana; recuerdo una bellísima , a rayas de colores violeta, naranja, blanco y negro y otra con los castaños y blancos de la lana natural, realzados de vez en cuando por unas hebras verdes.
En Aschá nos recibe la fingida primavera de los almendros en flor. Hace mucho frío pero el sol es dulce y el cielo azul; si no fuese por el zonda, que nos castigó la víspera con su azote de arena, envolviéndonos en remolinos tan densos que el automóvil debía detenerse de vez en cuando, el panorama desde la altura tendría una nitidez total. Rodean la casa mil plantas de nogal, ahora sin hojas, cuyas ramificaciones muy divergentes son un laberinto donde, al caer la noche, quedan atrapadas las estrellas. En la casa hay un fuego de troncos y una cocinera criolla que nos prepara locro y chanfaina, corderos asados, ensaladas de deliciosos berros recogidos en el arroyo y unas infusiones de yuyos de eufónicos nombres: inca-yuyo, hierbabuena, cedrón, hierba larca. Pero es afuera, subiendo sola por la quebrada a la hora de la siesta invernal, donde hallo el segundo de mis silencios. , delicadamente subrayado por cantos de pájaros y el rumor del agua que fluye entre los berros. Siento un placer inmenso al volver a la soledad y tocar las cosas misteriosas del mundo que nos hemos creado: la piedra, la corteza, la tierra, el pétalo; su aspereza o su tersura, su humedad o su tibieza. No sé que afán de reconocimiento -tal vez de incorporación a mi pequeño universo tan limitado, al que quisiera ensanchar y enriquecer- me lleva a esa avidez de contacto con las cosas y el escalofrío de la piel junto al granito es tan revelador como la dulzura de una flor de durazno recién abierta, entibiada por el sol, contra mis labios. Quiero acariciarlo todo: los líquenes anaranjados que salpican las piedras, las verdes hojas del molle, el agua glacial, los troncos lisos de los nogales que repiten su blancura desnuda por la quebrada. ¿Qué estoy acariciando, me pregunto, con este amor no devuelto que derramo sobre el mundo? Y de pronto comprendo que estoy acariciando a mi patria: no La Rioja, no la Argentina, sino el campo. Tanto tiempo sin ella y la redescubro aquí, en los confines del país, siempre nueva y antigua y mía, cada vez con un rostro diferente. El de hoy tiene cardones trepados a las cuestas y balidos de ovejitas negras que bajan a beber; hace frío, pero el sol ayuda a sobrellevar la brisa y el aire es tan seco que da gusto oír correr el agua de la acequia, invisible detrás del matorral. Entre tantos rostros inolvidables de esta patria mía, dispersa por el mundo, el de Aschá quedará en mi memoria como uno de los más gratos; me lo llevo para siempre o para el tiempo en que la memoria dure.
Vueltos a La Rioja, me despedí de mis amigos y seguí viaje sola hasta Catamarca; veo salir el sol por el valle, entre las formas azules del Ancasti y el Ambato, y los lapachos floridos de la plaza, tan verde y alegre, me consuelan de aquellas leguas de monte polvoriento.
Catamarca tiene encantos insospechados: despertarse con las campanas de San Francisco y el coro de los gallos me parece maravilloso en una ciudad; no lo es menos encontrar en pleno centro dos casas antiguas construidas en esquinas sin ochava, con un poste de madera en el vértice contra el cual se cierran las puertas formando un ángulo de noventa grados. Una puede entretenerse buscando imágenes antiguas en las iglesias, aunque halle pocas, y admirar la pequeña Virgen del Valle en su alto camarín (tratando de olvidar el oropel charro y los ex-votos de plata que tapizan las paredes) y caminar por el museo en repetidas hileras de vasijas calchaquíes. También puede, desde luego, distraerse interminablemente en tiendas de tejidos regionales comprando ponchos de alpaca, puyos de llama, cubrecamas y alforjas bordadas, fajas y matras. Y puede, teniendo entre las manos la levedad de pluma de una chalina o un poncho de vicuña, maldecir la desidia de quienes no toman medidas urgentísimas para hacer cumplir las leyes de protección a este animalito delicioso, encanto de nuestra fauna andina, que corre peligro de ser extinguido porque para obtener su lana se le da muerte. La caza ya está prohibida, pero es absurdo suponer que sea posible vigilarla en vastas extensiones deshabitadas; la única medida eficaz sería prohibir cuanto antes la comercialización de la lana; en una palabra, la venta de artículos de vicuña. Tendríamos que privarnos de los tejidos más hermosos del mundo, pero creo que no es un precio demasiado alto para salvar una especie.



El tercero de mis silencios fue en Las Tres Marías, la finca del señor Gaspar Guzmán. Queda en los cerros de Las Juntas, punto de confluencia de tres ríos de montaña y allí me fui en el largo viaje matutino de un colectivo lento y atestado; llevaba una carta para el capataz con la recomendación de que me diese algo de comer, ya que en esa población no hay hostería.
La familia de don Andrés Olmos vive en un rancho de adobe y paja, bastándose a si misma como en los tiempos bíblicos: las mujeres tejen las prendas de la casa, los varones trenzan tientos. Rosa me enseña su frazada que crece en el telar rústico, naranja con dibujos verde vivo y luego me agasajan con locro, sopa y pollo, seguidos de dulce de membrillo casero. El camino ha sido pintoresco, bastante arbolado, pero los cerros están pelados casi, con pastos duros y alguna planta de churqui, piquillín o carqueja; a lo lejos parecen recubiertos de un suave terciopelo, cuyo tono está entre el castaño y el verde, opaco bajo el nublado. Pasa una bandada de catitas, otra de palomas pequeñas; varios hombres, acompañados por perros, arrean una majada de cabras. El efecto es de pureza y desolación, pero hechas a la medida humana y no casi cósmicas, como en el Valle de la Luna. El silencio es profundo pero no hostil: es la soledad del hombre cuando se halla solo, no de la soledad en donde nunca hubo hombres. Abajo corre un río y en sus orillas crecen álamos, algún frutal, grandes sauces llorones, que se empiezan a teñir de una suave bruma precursora del follaje.
Sé que allí hay inmensos pedrones que interceptan el agua y que ésta rumorea formando remansos y cascadas y peina las algas verdes que se aferran a las rocas; sé que el ruido de las acequias entre los frutales, más manso y continuo, tiene un susurro lánguido al correr por la tierra rojiza. Pero nada de esto llega a los cerros. Allí están el viento que sacude las matas de pasto, el pájaro solitario que se destaca sobre el cielo gris, el aire enrarecido y delicioso y ese silencio exterior que tiene un eco en el silencio del alma.
Me llevo todo esto al fragor de Buenos Aires como un antídoto luminoso; lo guardaré para protegerme de tanto ruido inútil, de tanta estridencia cruel y de tanto sonido innoble que me acecharán desde la calle, las radios portátiles, la música funcional del supermercado, el televisor ajeno. Silencio sobrecogedor, silencio tierno, silencio esperanzado. Menos mal que el país todavía es grande y tenemos muchas leguas para ir a buscarlo.

Extraido de El mundo de la palabra. 1952-1972  (1990) de Alicia Jurado

febrero 23, 2012

A ti que te gustan los hombres guapos

 Vahine no te miti (Mujer del mar), 1892
Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires

(..) Hace ya veinte días que llegué y he visto tantas cosas nuevas que estoy completamente impresionado. Todavía necesitaré algún tiempo para hacer un buen cuadro. Poco a poco me pongo a ello estudiando un poco cada día (...). Te escribo al atardecer. Este silencio de la noche en Tahití es aún más extraño que el resto. No existe más que allí, sin que siquiera el grito de un pájaro turbe el descanso. Aquí y allá, una gran hoja seca que cae pero no produce sensación de ruido. Es más bien como un roce de espíritu. Los indígenas se mueven  con frecuencia durante la noche pero descalzos y silenciosos. Siempre está silencioso. Entiendo porque esta gente puede permanecer horas, días sentada sin decir una sola palabra y mirando al cielo con melancolía. Siento todo esto que va a invadirme y en estos momentos estoy descansando extraordinariamente.
Me parece que todo ese desorden de la vida de Europa ya no existe y que mañana seguirá siendo igual, y así, sin interrupción, hasta el final. No pienses por ello que soy egoísta, y que os abandono. Pero déjame vivir así durante algún tiempo. Los que me hacen reproches no saben todo lo que hay en una naturaleza de artista y entonces ¿por qué querer imponernos deberes semejantes a los suyos? Nosotros no les imponemos los nuestros.
La charla (1891) Museo Hermitage, San Petersburgo

Bella noche la de hoy. Miles de personas hacen lo mismo que yo esta noche, se dejan vivir y sus hijos se educan solos. Toda esa gente va por ahí a cualquier pueblo, en cualquier camino, duermen en una casa, comen, etc., sin dar siquiera las gracias a cambio. ¿Y se les llama salvajes? Cantan, no roban jamás, mi puerta nunca está cerrada, no matan. Dos palabras tahitianas los definen Ia Orana (buenos días), adiós, gracias etc., y Onanu (me da igual, qué más da, etc.). ¿Y se les llama salvajes?
El suelo tahitiano va haciéndose totalmente francés y poco a poco este antiguo orden de cosas va a desaparecer. Nuestros misioneros habían traído ya mucho de la hipocresía protestante y se llevan un poco de la poesía, sin contar la viruela que ha invadido toda la raza (sin estropearla demasiado, a fe mía). A ti que te gustan los hombres guapos, aquí no faltan, bastante más altos que yo y musculosos como Hércules. 

Tahití, julio 1891 a Mette

Extraido de Escritos de un salvaje de Paul Gauguin

febrero 14, 2012

Relatos en una berlina

Al día siguiente, por una hermosa alborada, tomamos la mensajería llevada por nueve mulas y un conductor, camino de Salta.
Éramos ocho pasajeros, repartidos en la berlina y el coupé.
Única de mi sexo, y también a causa de mi edad, rodeábanme atenciones y cuidados.
A mi lado sentábase un gauchi-político, hombre de cincuenta años, tinte cobrizo y barba y melenas estupendas.
Apoderábase de toda conversación; y, elevada o banal, llevábala siempre al terreno del partidismo político.
Los nombres de Miguel Juárez Celman y de Bernardo Irigoyen salían a cada momento de entre sus enmarañados bigotes, pero, ¡caso raro! sin saña ni pasión por ninguno de ellos, hablando de los sucesos políticos presentes y pasados y aún de las más terribles catástrofes originadas por ellos, con increíble serenidad, hasta con un ligero tinte de ironía, nota inseparable en todas sus frases.
Excepto él y yo, todos execraban de antemano el fragoso camino que nos aguardaba una legua adelante, enumerando uno a uno, los tajos, laderas y gruesos pedrones que iban a zarandearnos de lo lindo en las veintisiete leguas tendidas delante, hasta el Pontezuelo.
Yo no los escuchaba.
Habituada a los penosos viajes a lomo de caballo por los ásperos senderos que serpean sobre los abismos en los elevados picos de los Andes, todo camino y todo vehículo parecíanme deliciosos.
Extasiada ante el esplendente paisaje, olvidando que me escuchaban:
-¡Hete ahí -exclamaba- purísimo cielo de otro tiempo! Pintorescos sebiliares; rientes serranías de Metán, coronadas de vuestro majestuoso Crestón; ¡bendito sea Dios, que me permite volver a veros!
-¡Hum! -gruñó alguien en el fondo del coupé- no son pocos los majestuosos barquinazos que van a molernos los huesos a vista de esas rientes serranías y entre esos pintorescos sebilares...
-Que vieron degollar y fusilar más unitarios y federales que pelos tengo yo en la cabeza- interrumpió el gauchi-político con su eterna irónica serenidad.
Todos los ojos se fijaron en su profusa cabellera y la sonrisa se heló en nuestros labios.
-Precisamente -continuó, tendiendo la mano hacia la derecha del camino- allí donde ustedes ven las ruinas de aquel rancho, fusilaron a dos valientes servidores de la patria: Pereda y Boedo.
¿Cuál era su crimen?
¡Ser federales, defensores del mismo gobierno que hoy, los unitarios triunfantes, sostienen y aceptan! Habría de reír de esta imbécil inconsecuencia si no tuviera presente aquella escena que presencié niño, cuándo Boedo, uno de dos héroes de Ituzaingó, en aquel tiempo joven bellísimo, y que, herido en ese batalla por una bala, que le llevó la mandíbula inferior reemplazada por un aparato de goma elástica oculto entre su larga y abundante barba, llegado al momento supremo, así, de una manera imprevista, sin previo juicio, en un paraje desierto y rodeado de enemigos, en un arranque de indignación!
-¡Patria! -exclamó- así dejas acabar al que empleó su vida en servirte, y que por ti perdió en una hora cuanto hace dulce la vida: ¿belleza, juventud, amor?
Y así diciendo, arrancó el aparato que ocultaba la mutilación de su rostro, quedando con la lengua caída sobre el pecho, desfigurado, horrible.
- En ese momento sonó una descarga y él y su compañero cayeron, quedando luego sus cadáveres ensangrentados, solos, abandonados por sus victimarios en el lugar del suplicio.
Nosotros escuchábamos aterrados el terrible relato que todos conocíamos, pero que en la boca de aquel hombre, de aquel testigo ocular de tan extraña serenidad, tenía algo de más lúgubre todavía.
-¡Qué horror! -exclamé en medio al silencio que la sangrienta historia produjo en la galera.
-Pues señora -dijo el narrador- en aquel entonces, todo eso era nada más que hechos diarios. Poco después, muy poco después, aquel que ordenó esa doble ejecución, traicionado por uno de los suyos, cayó en manos de los federales; y... ¡qué casualidad! precisamente en este mismo paraje que atravesamos, allí, bajo ese quebracho que ahora se divisa caído, él y seis de sus compañeros fueron degollados en presencia de Oribe, que se divertía con los refinamientos de crueldad empleados por el degollador, mandando venir expresamente para esto de Chilcas, donde todavía se ve en pie el rancho en que vivía, y donde murió paralítico, secos los brazos desde las uñas hasta el hombro...
-¡Calle usted por Dios, señor! -dije a aquel bárbaro, que no llevaba miras de acabar su leyenda de horrores.
-Señora -repuso él, con la misma siniestra calma- eso no es nada para lo que resta en la epopeya de veinte años a que pertenecen estos sucesos. ¿Ve usted bajo el monte, a los dos lados del camino, esa infinidad de cruces enmohecidos por el tiempo? Son otras tantas degollaciones y fusilamientos ejecutados por federales y unitarios, en masa y diariamente, en esas dos décadas que se han llevado más gente de entre nosotros, así, de tres en tres y de cuatro en cuatro, que todas las batallas de la Independencia...
No detallaré más, pues que a la señora le mortifica...
Y de veras lo siento, porque cabalmente estamos pasando delante del sitio en que mataron a Felipe Santiago, el Decidor. Aquella cruz con guirnaldas de flores secas señala su sepultura. Señora, sería un delito no referir a ustedes quién fue Felipe Santiago y por qué lo llamaron el Decidor.
-Dígalo usted pues -concedí yo, inclinándome con resignación.
-Felipe Santiago era un mulato; pero su color oscuro y lo retorcido de sus cabellos, nada importaba para que las mujeres se desvivieran por él a causa de su apostura, de la gracia con que hablaba, cantaba, payaba; y sobre todo, por la propiedad asombrosa con que remedaba a todo el mundo: al militar, al fraile, al tribuno, al predicador, a la beata, a la coqueta, a la ingenua, al elegante, al enamorado, a todos.
Así, desde Salta hasta Tucumán, en los pueblos, en las Estancias, desde la Sala hasta el último rancho, donde Felipe Santiago se apeaba, todo se volvía fiesta.
Y era valiente, tanto como gracioso: nadie se jugaba con él; pues, aunque nunca llevaba consigo arma alguna, era fuerte y tenía un puño de hierro que más de una vez empleó, no en querella propia, sino defendiendo al débil contra el fuerte.
No pertenecía a bandos políticos. Era partidario de los buenos.
Sospechado de corresponderse con los unitarios, lo sorprendieron dormido; y atado de pies y manos, entre cuatro soldados y un oficial, llevábanlo a Metán.
Del Bordo más allá, el caballo del prisionero se cansó; y como rehusara éste seguir el camino en ancas, el oficial lo hizo lancear.
Yo pasaba por ahí a esa hora, llevado por los míos a Salta, acabadas las vacaciones del Colegio.
Mis conductores se detuvieron y presencié el espectáculo...
¿Alguno de ustedes ha visto un lanceamiento?
-Aunque no lo hubiéramos visto: basta, amigo -interrumpiólo el joven Centeno, mi acompañante -¿No ve que está atormentando a la señora?
-Cierto: olvidaba... Pero, si son cosas naturales en la guerra..., en la guerra civil, sobre todo.
Felizmente llegábamos al Río de las Piedras, que me pareció un paraíso, tras el río de sangre en que nos traía envueltos aquel lúgubre narrador.

Extraído de La Tierra Natal (1889) de Juana Manuela Gorriti

febrero 13, 2012

La falsa ciudadela del recuerdo


Acerca de la manera de viajar de Atenas a Cabo Sunion


and the recollection of that absence of tree, that nothingness, is more vivid to me that any memory of the tree itself.
E. F. Bozman, The White Road

La memoria juega con su propio contenido un oscuro juego del que cualquier tratado de psicología aporta pruebas ejemplares. Arritmia del hombre y su memoria, que a veces se queda atrás y otras finge un espejo impecable que la confrontación parece desmentir con escándalo. Cuando Diaghilev volvió a montar los ballets rusos, algunos críticos le reprocharon que los decorados de Petrushka hubieran perdido su deslumbrante policromía original: eran los mismos, perfectamente conservados. Baskt se vio obligado a levantar los tonos para ponerlos a la par de una memoria apoteósica. Usted que va a las cinematecas, ¿cómo se entiende con su recuerdo de las películas de Pabst, de Dreyer, de Lupu Pick?
Curioso eco que almacena sus réplicas con arreglo a otra acústica que la de la conciencia o la esperanza; el salón de los bustos romanos de la memoria suele prodigar sátrapas persas o, más sutilmente, en el rostro de Cómodo o Gordiano se instala una sonrisa que viene de un daguerrotipo de Nadar o de un marfil carolingio, cuando no de una tía que nos daba galletitas con oporto en Tandil. El supuesto archivo de las fotocopias devuelve extrañas criaturas; el verde paraíso de los amores de infancia que rememora Baudelaire es para muchos un futuro al revés, un anverso de esperanza frente al gris purgatorio de los amores adultos, y en esa sigilosa inversión que ayuda a creer que no se vivió demasiado mal puesto que al menos hubo un lejano edén y una dicha inocente, la memoria semeja la araña esquizofrénica de los laboratorios donde se ensayan los alucinógenos, que teje telas aberrantes con agujeros, zurcidos y remiendos. La memoria nos teje y atrapa a la vez con arreglo a un esquema del que no se participa lúcidamente; jamás deberíamos hablar de nuestra memoria, porque si algo tiene es que no es nuestra; trabaja por su cuenta, nos ayuda engañándonos o quizás nos engaña para ayudarnos; en todo caso de Atenas se viaja a Cabo Sunion en un autocar destartalado, y eso me lo explicó en París mi amigo Carlos Courau, cronopio infatigable si los hay. Me lo explicó junto con otros itinerarios griegos, cediendo al placer de todo viajero que al narrar su periplo lo rehace (por eso Penélope esperará eternamente) y al mismo tiempo saborea un viaje vicario, el que hará este amigo al que ahora le está explicando cómo se va desde Atenas a Cabo Sunion. Tres viajes en uno, el real pero ya transcurrido, el imaginario pero presente en la palabra, y el que otro hará ene el futuro siguiendo las huellas del pasado y a base de los consejos del presente, es decir que el autocar salía de una plaza ateniense hacia las diez de la mañana y convenía llegar con tiempo porque se llenaba de pasajeros locales y de turistas. Ya esa noche, en ese recuento de andanzas y monumentos, la araña eligió extrañamente, porque al fin y al cabo, qué demonios, el relato que me había hecho Carlos de su llegada a Delfos, o el viaje por mar hasta las Cícladas, o la playa de Míconos al atardecer, cualquiera de los cien episodios que abarcan Olimpia y Mistra, la visión del canal de Corinto y la hospitalidad de los pastores, era más interesante e incitador que el modesto consejo de llegar con tiempo a una plaza polvorienta para tomar un autocar sin peligro de quedarse sin asiento entre cestas de gallinas y marines de quijadas paleolíticas. La araña escuchó todo, y de esa secuencia de imágenes, perfumes y plintos fijó para siempre la visión imaginaria que yo me hacía de una plaza a la que había que llegar temprano, de un autocar esperando bajo los árboles.

Cabo Sunion
Fui a Grecia un mes después, y vino el día en que busqué la plaza que naturalmente no se parecía en nada a la de mi imaginación. En el momento no comparé, la realidad exterior invade a codazos la conciencia, el lugar que ocupa un árbol no deja sitio para más, el autocar era destartalado como había dicho Carlos pero no se asemejaba al que yo había visto tan claramente mientras él lo nombraba; por suerte había asientos libres, vi Cabo Sunion, busqué la firma de Byron en el templo de Poseidón, en un tramo solitario de la costa escuché el ruido fofo de un pulpo que un pesador estrellaba una y otra vez contra las rocas.
Entonces, de vuelta en París, pasó esto: cuando conté mi viaje y se habló del paseo a Cabo Sunion, lo que vi mientras narraba mi partida fue la plaza de Carlos y el autocar de Carlos. Primero me divirtió, después me sorprendí; a solas, cuando pude rehacer la experiencia, traté aplicadamente de ver el verdadero escenario de esa banal partida. Recordé fragmentos, una pareja de labriegos qiue viajaban ene le asiento de al lado, pero el autocar seguía siendo el otro, el de Carlos, y cuando reconstruía mi llegada a la plaza y mi espera (Carlos había hablado de los vendedores de pistacho y del  calor) lo único que veía sin esfuerzo, lo único realmente verdadero era esa otra plaza que había ocurrido en mi casa de París mientras se la escuchaba a Carlos; y el autocar de esa plaza esperaba en mitad de la cuadra bajo los árboles que lo protegían del sol quemante, y no en una esquina como yo sabía ahora que estaba la mañana en que lo tomé para ir a Cabo Sunion.
Han pasado diez años, y las imágenes de un rápido mes en Grecia se han ido adelgazando, se reducen cada vez más a algunos momentos que eligieron mi corazón y la araña. Está la noche de Delfos en que sentí lo numinoso y no supe morir, es decir nacer; están las horas altas de Micenas, la escalinata de Faistos, y las minucias que la araña guarda en cumplimiento de una figura que se nos escapa, el dibujo de un mediocre fragmento del mosaico en el puerto romano de Delos, el perfume de un helado en una calleja de Placca. Y además está el viaje de Atenas a Cabo Sunion, y sigue siendo la plaza de Carlos y el autocar de Carlos, inventados una noche en París mientras él me aconsejaba llegar con tiempo para encontrar asiento; son su plaza y su autocar, y los que busqué y conocí en Atenas no existen para mí, desalojados, desmentidos por esos fantasmas más fuertes que el mundo, inventándolo por adelantado para destruirlo mejor en su último reducto, la falsa ciudadela del recuerdo.

Extraido de La vuelta al día en ochenta mundos de Julio Cortázar