diciembre 21, 2012

La aventura, forma épica de turismo



Cuando usted viaje, deje su vida en su casa, en su pueblo, en su ciudad. Es un artefacto inútil. No la exhiba a nadie. Sea un “sibarita del silencio”, como dice Benjamín Jarnés. Los seres que hacen su propia apología deben recluirse en el narcisismo. Quien lleva a los pleasure trips preocupaciones de vanidad, agrega la carga más estulta a sus valijas... Vaya, entonces, con liviano equipaje de sí mismo: con muchas, muchas mudas para el cuerpo y pocos trajes para el alma.



Perderse en una ciudad desconocida depara al turista cabales emociones. Entre ellas, la de encontrarse en el laberinto de la propia idiosincrasia. Todo viaje debería ser una sucesión de extravíos. De tal suerte cada cual experimentaría, en el asedio de lo imprevisto o en el asalto de la sorpresa, la sensación de riesgo que es la que graba más hondos los recuerdos. Desgraciadamente el arte de perderse se torna cada vez más difícil. El progreso del urbanismo lo simplifica todo, hurtando a la intuición los privilegios de su clarividencia; sobre todo esa inefable iniciativa de abrir, en la jungle de la desorientación, la vereda interior que conduce a la confianza en uno mismo.

 

Ha pasado la época romántica del turismo. Lo exótico no interesa ya como tema sentimental sino como documento fotográfico. El viajador de hoy prescinde de toda efusión: constata y parte de nuevo. Las giras a prorrata con miembros de institutos superiores como cicerones descartan la posibilidad de cualquier cristalización emotiva. Jamás están tan en programa, por otra parte... Inútil pensar en aventuras. La aventura, forma épica de turismo, no se aviene con los coches pullman ni con los aviones de acero. El confort ha matado a aquello. Si Pierre Loti leyera el reciente libro de François Croisset: Nous avons fair un Beau voyage, estallaría de grima. Nada de itinerarios espirituales, con estaciones de amor, de crimen y muerte. “Jornadas inglesas: té, golf, caza de tigres, faquires encantadores de ofidios en la terraza del hotel...” y nada más. A eso se va a la India, en la actualidad. Y a todas partes. A cosechar, quizás, la única nostalgia: la del sol de los trópicos que tiñe el color de moda en la faz de los odres vacíos que son los hombres de hoy.

Extraído de Periplo (1931) de Juan Filloy

diciembre 12, 2012

La idea de no ser pobre me hizo muy patriótico


Cubierta de la primera edición del libro (1933)

Viajé a Inglaterra en tercera clase via Dunkerke-Tilbury, que es la forma más barata  aunque no la peor de cruzar el Canal. Se debe pagar algo extra para acceder a un camarote, por lo cual dormí en el salón, junto a la mayor parte de los pasajeros de tercera clase. Leo esta entrada en mi diario de ese día:

‘Durmiendo en el salón, veintisiete hombres, dieciséis mujeres. De las mujeres, ni una de ellas se ha lavado la cara esta mañana. Los hombres en su mayoría fueron al cuarto de baño; las mujeres sólo se limitaron a tomar sus neceseres y cubrir la suciedad con maquillaje en polvo. Pregunta: ¿Una diferencia sexual secundaria?’
Durante el viaje me encontré con una pareja de rumanos, casi niños, que iban a Inglaterra en viaje de luna de miel. Me hicieron innumerables preguntas sobre Inglaterra, y les dije algunas mentiras asombrosas. Estaba tan feliz de volver a casa, después de haberla pasado mal en una ciudad extranjera, que Inglaterra me parecía una suerte de Paraíso. Hay, en efecto, muchas cosas en Inglaterra que te hacen feliz de llegar a casa: cuartos de baño, sillones, salsa de menta, papas nuevas correctamente cocidas, pan negro, mermelada, cerveza hecha con verdadero lúpulo –que son todos espléndidos si se los puede pagar. Inglaterra es un muy buen país cuando no eres pobre (...). La idea de no ser pobre me hizo muy patriótico. A más preguntas que los rumanos me hacían, más elogiaba Inglaterra, el clima, el paisaje, el arte, la literatura, las leyes: todo en Inglaterra era perfecto.


Hotel Tilbury, ca. 1890. El hotel se construyó en 1886 y fue destruido durante un bombardeo alemán en 1944.

¿Es buena la arquitectura en Inglaterra?, preguntaron los rumanos, '¡Espléndida!, dije. '¡Y deberían ver las estatuas de Londres! Paris es vulgar -mitad grandiosidad y mitad tugurios. pero Londres...'
Entonces el ferry atracó en el muelle de Tilbury. el primer edificio que vimos sobre la orilla del río fue uno de esos enormes hoteles, con estuco y pináculos, que miran desde la costa inglesa como idiotas espiando sobre las paredes de un hospicio. Miré a los rumanos, demasiado educados como para decir algo, volviendo sus ojos al hotel. 'Construido por arquitectos franceses', les aseguré; e incluso más tarde, cuando el tren se dirigía a Londres a través de los suburbios del este, me mantuve en elogiar la belleza de la arquitectura inglesa. Nada parecía ya demasiado bueno para decir sobre Inglaterra, ahora que volvía a casa y los tiempos difíciles quedaban atrás.

Extraído de Down and Out in Paris and London (1933) de George Orwell

octubre 29, 2012

¿Qué hemos hecho de nuestros viajes y de nuestros descubrimientos?



En cuanto a los que viajan a lejanas regiones, generalmente en grupo, para hacer provisión de sol y de imágenes, se exponen, en el mejor de los casos, a encontrar solamente aquello que esperaban encontrar: a saber, hoteles extrañamente semejantes a los que frecuentaban en otros lugares el año anterior, habitaciones con televisión para mirar el programa de CNN, las series norteamericanas o la película pornográfica del momento, piscinas situadas junto a las playas y, en el caso de los más venturosos, algunos leones de Kenya fieles a la cita que les asigna por la tarde un hábil guía, algunos flamencos rosados, algunas ballenas argentinas, algunos canastos o mostradores en los que los descendientes de los salvajes de antes venden sus baratijas a las puertas de sus reservas o hasta en el centro mismo de las ciudades donde, empobrecidos, se proletarizan.
El viaje imposible es ese viaje que ya nunca haremos más. Ese viaje que habría podido hacernos descubrir nuevos paisajes y nuevos hombres, que habría podido abrirnos el espacio de nuevos encuentros. Eso ocurrió alguna vez y algunos europeos sin duda experimentaron entonces fugitivamente lo que nosotros experimentaríamos hoy si una señal indiscutible nos probara la existencia, en alguna parte del espacio, de seres vivos capaces de comunicarse con nosotros. Pero, mientras esperamos ese improbable o remoto encuentro, ya nuestra ciencia ficción le presta los colores de la guerra. Y nosotros, ¿qué hemos hecho de nuestros viajes y de nuestros descubrimientos? ¿Qué placer podría depararnos hoy el espectáculo estereotipado de un mundo globalizado y en gran parte miserable?
Pero, entendámonos bien: viajar, sí, hay que viajar, habría que viajar, pero sobre todo no hacer turismo. Esas agencias que cuadriculan la tierra, que la dividen en recorridos, estadías, en clubes cuidadosamente preservados de toda proximidad social abusiva, que han hecho de la naturaleza un "producto", así como otros quisieran hacer un producto de la literatura y del arte, son las primeras responsables de la ficcionalización del mundo, de su desrealización aparente; en realidad, son las responsables de convertir a unos en espectadores y a otros en espectáculo. Quienes se equivocan de papel, como es sabido, se ven prontamente estigmatizados y si es posible se los envía de vuelta en charters a sus lugares de origen.
El mundo existe todavía en su diversidad. Pero esa diversidad poco tiene que ver con el calidoscopio ilusorio del turismo. Tal vez una de nuestras tareas más urgentes sea volver a aprender a viajar, en todo caso, a las regiones más cercanas a nosotros, a fin de aprender nuevamente a ver.

Extraído de El Viaje imposible. El turismo y sus imágenes (1997) de Marc Augé

mayo 23, 2012

Pensaba que viajando lograría que el tiempo avanzara con menos rapidez

Afiche de la película de George Cukor (1972) basada en la novela

–    Cuánto has viajado en tus tiempos, tía Augusta...
–    Todavía no he llegado al ocaso -dijo-. Si tuviera un compañero, partiría mañana mismo. Pero ya no puedo levantar una maleta pesada. Y en estos días los porteadores escasean terriblemente. Ya lo habrás advertido en la estación Victoria.
–    Algún día podríamos seguir con nuestras excursiones al mar. Recuerdo que hace muchos años visité Weymouth. En el muelle había una estatua verde de Jorge III, muy bonita.
–    He reservado dos camas para dentro de una semana en el Orient Express.

La miré perplejo:
–    ¿Adónde piensas ir? -pregunté
–    A Estambul, por supuesto.
–    Pero el viaje dura días...
–    Tres noches, para ser más exactos.
–    Si quieres ir a Estambul, ¿no sería más fácil y menos caro tomar un avión?
–    Sólo cojo aviones cuando no hay otro medio de transporte.
–    No es nada peligroso.
–    No es una cuestión de nervios, sino de elección -dijo tía Augusta-. En una época conocí muy bien a Wilbur Wright. Me llevó con él en varios viajes. Siempre me sentí muy segura en sus artefactos. Pero no aguanto oír sin cesar esos impertinentes altavoces. En las estaciones de tren no me molestan... Los aeropuertos siempre me recuerdan a un campo de concentración.
–    Si piensas en mí como acompañante...
–    Claro que lo pienso, Henry.
–    Lo siento tía Augusta. Pero el sueldo de un gerente de banco no es muy generoso.
–    Por supuesto, correré con todos los gastos. Sírveme otro vaso de vino, Henry. Es excelente.
–    No estoy muy acostumbrado a viajar al extranjero. Me encontrarás muy…
–    Te acostumbrarás enseguida, junto a mí. Los Polling siempre han viajado mucho. Creo que me contagié de tu padre.
–    Me cuesta creerlo. Nunca viajó más allá de Central London.
–    Viajó de una mujer a otra, Henry, durante su vida entera. Lo cual viene a ser lo mismo. Nuevos paisajes, nuevas aduanas. La acumulación de recuerdos. Una vida larga no depende de los años. Un hombre sin recuerdos puede llegar a los cien años y sentir que su vida ha sido muy corta. Tu padre me dijo una vez: “La primera muchacha con quien me acosté se llamaba Rose. Debido a una extraña coincidencia, trabajaba en una floristería. Parece que fue hace un siglo”. (…)
–    Algún día me hablarás de tus mujeres. En el Orient tendremos mucho tiempo para conversar. Pero ahora quiero que hablemos del tío Jo. Era un caso muy extraño. Hizo bastante fortuna como corredor de apuestas. Pero su única ambición verdadera era viajar. Quizás el hecho de tener que ver siempre a los caballos corriendo, mientras él se quedaba sin moverse sobre una pequeña plataforma, con un cartel que anunciaba al HONESTO JO PULLING, acabó por quitarle el sosiego. Solía decir que una carrera se confundía con la otra y que la vida pasaba tan rápido como un potro joven salido de Indian Queen. Quería detener la vida y pensaba, con razón, que viajando lograría que el tiempo avanzara con menos rapidez. Supongo que tú lo habrás experimentado, en los días de fiesta. Si te quedas en un solo lugar, el día de fiesta pasa como un relámpago. Pero si vas a tres lugares, parece durar por lo menos tres veces más.
–    ¿Por eso has viajado tanto, tía Augusta?
–    Al principio viajaba para ganarme la vida -contestó tía Augusta-. Eso fue en Italia. Después de París, después de Brighton. Me fui de casa antes de que tú nacieras. (…)

Extraido de Viajes con mi tía (1969) de Graham Greene

abril 18, 2012

Piensa en la última vez que la comida te dejó extasiado


Quería la comida perfecta.
Para ser completamente franco, también quería ser algo así como el coronel Walter E. Kurtz, Lord Jim, Lawrence de Arabia, Kim Philby, el Cónsul, Fowler, Tony Po, B. Traven, Christopher Walken... Quería encontrar -no, quería ser- uno de esos héroes libertinos y villanos sacados de Graham Greene, Joseph Conrad, Francis Coppola y Michael Cimino. Quería recorrer el mundo con un traje sucio de bambula, metiéndome en jaleos.
Quería ver el mundo. (...) Quería ver el mundo... y que el mundo fuera como en las películas.
¿Irracional? ¿Demasiado romántico? ¿Desinformado? ¿Insensato?  !Sí¡ Pero no me importaba.
(...) ¿Qué le parece esta idea? -sugerí a mi editor-. Viajo por el mundo haciendo lo que se me antoje. Me alojo en buenos hoteles o en tugurios. Como platos acoquinantes, exóticos, maravillosos, haciéndome el indiferente como he visto en las películas, en busca de la comida perfecta. ¿Qué tal?
Parecía buen negocios ¿verdad? Peinaría el mundo en busca de la mezcla perfecta entre comida y contexto. (...) Desde luego sabía que la mejor comida del mundo rara vez es la más sofisticada o cara. Sabía que el auténtico secreto de infundirle magia a una mesa -lo más importante- no está en la técnica ni en los ingredientes extraños. El contexto y los recuerdos juegan un papel fundamental en las comidas verdaderamente memorables de la vida. 
(...) Comería durante una gira alrededor del vasto mundo ¿vale? Buscaría sin miedo la magia de Vietnam, Camboya, Portugal, México, Marruecos y... cualquier otro sitio que se me ocurriera. No habría nada que no probara. Sí, de acuerdo, hay algo que no probaría. (...)
Pero sí volvería a Japón. Esta vez lo haría bien y probaría ese venenoso pescado globo del que me habían hablado. En Francia comería una ostra recién sacada del agua, del mismo ostrero donde comí la primera cuando era niño... Y comprobaría si no había cierta magia en comerla allí. Quería descubrir si todas mis cavilaciones sobre los recuerdos y el contexto daban o no en el blanco. Iría al México rural, a la pequeña ciudad del estado de Puebla -de donde venían todos mis cocineros- y, si sus madres cocinaran para mi, tal vez descubriera por qué son tan endemoniadamente buenos en lo que hacen, cuáles pueden ser las raíces de su peculiar especie de poderes mágicos.
(...) Aquí viene la parte donde admito a regañadientes algo que me tiene profundamente perturbado... incluso avergonzado. Durante casi todo el tiempo que durara la gira habría en la vecindad por lo menos dos personas con cámaras digitales. Llevarían auriculares. Se registraría o haría el seguimiento de cada palabra, cada maldición y cada eructo que saliera de mi boca. Cuando fuera al cuarto de baño tendría que acordarme de  apagar el pequeño micrófono adjunto al transmisor, que llevaría en la cadera. Como verás, había vendido mi alma al diablo. (...) Vendí el culo. Cuando firmé en la línea de puntos se desvaneció cualquier pretensión de virginidad o reticencia. De integridad no hablemos (ni siquiera recuerdo qué es). Acepté que cuando el camarógrafo dijera: "Espera un minuto", esperaría para entrar en un restaurante, saltar al río o encender un cigarrillo, de modo que él pudiera captar la imagen.


(...) No pienses de ningún modo que no me gustan los equipos que me siguieron alrededor del mundo. La gente de televisión está condenada a apechugar con todo. (...) Comían los mismos platos tremebundos que yo. Se alojaban en los mismos hoteles que yo, a veces infectos. Se congelaban cuando yo me congelaba, aguantaban los medicamentos contra la malaria, la comida pestilente, las chinches (...) y filmaron cada segundo. Cuando oigas mis quejas de lo solo, enfermo y asustado que estaba encerrado en algún lugar de mala muerte en Camboya, acuérdate de que pocas puertas más allá había un equipo de televisión. Eso cambia las cosas.
Dicho lo cual debo decir que, sin embargo, escribir este libro ha sido sin lugar a dudas la mayor aventura de mi vida. La cocina profesional es tarea dura. Viajar por el mundo, escribir, comer y hacer un programa de televisión es relativamente fácil. Más facil que servir un almuerzo.

Extraido de Viajes de un chef. En busca de la comida perfecta (2007 [2001]) de Anthony Bourdain


abril 10, 2012

Vayan a la barbarie a aprender paciencia y filosofía

Entre enero y julio de 1832, Eugène Delacroix acompaña a la misión diplomática francesa –enviada por el rey Luis Felipe- a la corte del sultán marroquí Abd Al-Rahman. A lo largo de todo el viaje cubre sus cuadernos de dibujos y de acuarelas. Un repertorio increíble de formas y colores que más tarde inspirarán sus telas.
Al inicio de su viaje escribe: “Estoy seguro de que la cantidad considerable de información que voy a anotando de aquí no me servirá demasiado. Lejos del lugar donde la encontré, será como los árboles arrancados de su tierra natal”
Los seis meses que Delacroix pasa en Marruecos dejarán una impronta indeleble en su espíritu: “El aspecto de este país quedará siempre en mis ojos, los hombres y mujeres de esta raza poderosa vivirán en mi memoria” 

Lo pintoresco abunda aquí. A cada paso, hay cuadros completos que harían la fortuna y la gloria de veinte generaciones de pintores (...) Es un lugar hecho para los pintores (...) lo bello abunda aquí, no lo bello tan alabado de los cuadros a la moda, sino algo más simple, más primitivo, menos artificial.

(...) Estas gentes están más cerca de la naturaleza de mil maneras (...) La belleza está unida a todo lo que hacen. Nosotros otros en nuestros corsés, en nuestros zapatos apretados, en nuestras envolturas ridículas, ¡damos pena! La gracia se toma revancha de la ciencia.

 (...) Pero, ¿cómo se logra esta sinfonía de sabores extraños? ¿Estos olores de almizcle de ámbar, clavo de olor, especias, estas fragancias que se superponen?

(...) El sol persigue a las sombras humeantes de los románticos.
(...) ¡Bueno! Ustedes que luchan y conspiran; ¡qué locos ridículos son! Vayan a la barbarie a aprender paciencia y filosofía.



abril 08, 2012

Diario de viajes, Carnet de voyage, Travelogue, etc.

El diario de viajes es un género literario y plástico que evoca el viaje en un sentido amplio: viaje interior, exploración de una tierra desconocida, o un viaje iniciático alrededor de un único tema y durante un lapso de tiempo determinado. 
A diferencia del relato de viaje, que nos propone una lectura lineal, o de las novelas  de aventuras, que son enteramente ficcionales, los diarios de viaje invitan a una lectura fragmentada. esto es aun más comprobable si se tiene acceso a los manuscritos originales, a menudo repletos de croquis, fotos o dibujos y frases o textos dispersos.
Uno de los soportes más famosos para esta creación plástica y literaria son los moleskine.

Moleskine, el cuaderno legendario
Es una historia que empezó hace muchos años, con un objeto negro de tamaño bolsillo, producto de una gran tradición. Moleskine es el heredero del legendario cuaderno de notas utilizado por artistas e intelectuales de los dos últimos siglos, desde Vincent van Gogh a Pablo Picasso, pasando por Ernest Hemingway y Bruce Chatwin. Un sencillo rectángulo negro de puntas redondeadas con una goma elástica que sujeta las cubiertas y un bolsillo en el interior. Se trata de un objeto algo anónimo, pero tan esencial que resulta perfecto. Durante más de un siglo se fabricaba en un pequeño taller francés que abastecía las papelerías parisinas a las que acudían artistas y escritores internacionales de vanguardia.
Bruce Chatwin, que lo llamaba "moleskine" por el material de las cubiertas, fue probablemente su mayor impulsor. A mediados de los años 1980 empezó a ser difícil encontrarlo. en su libro Los trazos de la canción Chatwin nos cuenta la historia del pequeño cuaderno negro. En 1986 el fabricante cierra el taller familiar situado en Tours. "Le vrai moleskine n'est plus", fue el teatral anuncio que recibió de la duela de la papelería en Rue de l'Ancienne Comédie donde solía ir a comprarlo. Chatwin compró todos los cuadernos que consiguió encontrar antes de iniciar su periplo australiano, pero no fueron suficientes. 
En 1997 un pequeño impresor de Milán recupera el legendario cuaderno utilizando el nombre literario con el que renueva la extraordinaria tradición que lo caracterizaba.
Siguiendo las huellas de Chatwin el cuaderno Moleskine® reanuda su viaje y esta vez se propone como un complemento indispensable de las nuevas tecnologías portátiles. Captar la realidad en movimiento, capturar detalles, anotar las sensaciones únicas de la experiencia; de esta forma el cuaderno Moleskine se convierte en una especie de acumulador de ideas y emociones que podrá ir liberando poco a poco.
Sin embargo no es el único fabricante de este tipo de objeto. Hay múltiples marcas que fabrican cuadernos de notas similares, de idéntico o parecido formato y características, aunque sin explotar el mismo nombre. Entre ellas pueden mencionarse Leuchtturm, Quo vadis, Rhodia o Brügge
La elección dependerá del grado de fetichismo de cada cual. Y también del bolsillo!

marzo 25, 2012

Pero ¿qué más?, ¿qué, aparte del paisaje?

Yo, el blanco

En Dar es Salaam compré un viejo Land Rover a un inglés que ya se volvía a Europa. Corría el año 1962, varios meses antes Tanganica había conseguido la independencia y muchos ingleses del servicio colonial perdieron sus puestos de trabajo, sus cargos e incluso sus casas. En sus clubes, que se iban quedando desiertos, a cada momento se oía contar a alguien que había ido por la mañana a su ministerio y allí, de detrás de su mesa de despacho, le sonreía alguno de los lugareños: “¡Lo siento mucho!” (...)

 Dar es Salaam - Oyster Bay, Tanzania

En este tiempo no abundan todavía los casos de ascenso social producto de la independencia. Los barrios blancos siguen dominados por blancos. Es que Dar es Salaam, al igual que otras ciudades de esta parte del continente, se compone de tres barrios separados entre sí (por lo general, por agua o por un cinturón de tierra vacía). De modo que el mejor barrio, el barrio situado más cerca del mar, por supuesto pertenece a los blancos. Es la Oyster Bay: chalés suntuosos, jardines inundados de flores, tupidos céspedes y rectas alamedas con gravillas. Sí, aquí se lleva una vida de lujo, tanto más cuanto que no hay que hacer nada: se ocupa de todo una servidumbre silenciosa, diligente y discreta. Aquí la gente se pasea como, seguramente, lo haría en el paraíso: libre, despreocupada, contenta de estar en aquel sitio y encantada con la belleza del mundo.
Más allá del puente, de la laguna, mucho más lejos del mar, bullicioso y rebosante de gente, se apretuja el bario de piedra de los comerciantes. Está habitado por hindúes, paquistaníes, gentes venidas de Goa, de Bangla Desh y de Sri Lanka, y todos han recibido ahí el generalizador nombre de asiáticos. A pesar de que hay entre ellos varios hombres ricos, la mayoría vive en un estándar mediano, sin ninguna clase de lujos.


Cuanto más lejos del mar, tanto más calor, sequedad y polvo. Precisamente allí, sobre la arena, sobre la tierra desnuda y yerma se levantan las chozas de barro del barrio africano.  Cada una de sus partes lleva el nombre de una de las antiguas aldeas donde habían vivido los esclavos del sultán de Zanzíbar. (...) Dependiendo del color de la piel, todo el mundo tenía aquí asignado el papel y el lugar que le correspondía.
Los que escribían sobre el apartheid subrayaban que era el sistema inventado e impuesto en Sudáfrica, el país gobernado por blancos racistas. Pero ahora me acababa de convencer que el apartheid era un fenómeno mucho más universal y generalizado. (...)
A una ciudad así llegué por varios años como corresponsal de la Agencia de Prensa Polaca. Al circular por sus calles pronto me di cuenta de que estaba atrapado en las redes del apartheid. Sobre todo revivió en mí el problema del color de la piel. Era blanco. En Polonia, en Europa, jamás me había parado a pensar en ello. Allí, en África, el color se convertía en un indicador muy importante, y para gentes sencillas, único, blanco. El blanco, o sea el colonialista, saqueador e invasor. He conquistado África, he conquistado Tanganica, pasé a cuchillo la tribu del que ahora está delante de mí, me cargué a todos sus antepasados. Lo convertí en huérfano, además, humillado e impotente. Enfermo y eternamente hambriento. Sí, cuando ahora me está mirando debe pensar: el blanco, el que mee lo arrebató todo, el que descargó latigazos en la espalda de mi abuelo, el que violó a mi madre. Ahora lo tienes delante, ¡míralo bien!
No pude solucionar dentro de mi conciencia el problema de la culpa. A sus ojos como blanco, yo era culpable. La esclavitud, el colonialismo, los quinientos años de sufrimiento no dejan de ser un turbio asunto de los blancos. ¿De los blancos? Así que también es asunto mío. ¿Mío? No lograba despertar dentro de mí ese sentimiento purificador y liberador que consistiría en sentirse culpable. Mostrase arrepentido. Pedir perdón. ¡Todo lo contrario! Al principio intenté contraatacar: “¿Qué vosotros fuisteis colonizados? ¡Nosotros, los polacos, también! Durante ciento treinta años fuimos colonia de tres Estados invasores. También blancos, por más señas.” Se reían, se daban golpecitos en la frente en un gesto más que elocuente y se marchaban cada uno por su lado. Yo los irritaba porque sospechaban que quería engañarlos. A pesar de mi interna convicción de inocencia, yo sabía que a sus ojos era culpable. (...)
Me encontraba mal en todas partes. El color blanco de la piel aunque privilegiado, a mí también me tenía encerrado en la jaula del apartheid. Cierto que, en mi caso, de oro, pero no por eso menos jaula, la de Oyster Bay. Un barrio hermoso. Hermoso, lleno de flores y... aburrido. Es verdad que aquí uno  podía pasearse entre altos cocoteros, admirar enmarañadas buganvillas, elegantes y delicadas tuberosas y rocas tupidamente cubiertas de algas. Pero ¿qué más?, ¿qué, aparte del paisaje? Los habitantes del barrio se componían de funcionarios de la colonia que solo pensaban en el momento en que expiraría su contrato, en comprar como recuerdo una piel de cocodrilo o un cuerno de rinoceronte y marcharse. Sus esposas hablaban de la salud de los hijos o de algún party pasado o por celebrarse. ¡Y yo con la obligación de enviar todos los días una crónica! ¿Sobre qué? ¿De dónde iba a sacar el material?

Extraido de Ébano (1998) de Ryszard Kapuściński
 

febrero 27, 2012

Y de pronto comprendo que estoy acariciando a mi patria

EL VALLE DE LA LUNA Y OTROS SILENCIOS

Una reunión de más de doscientas personas es, sin duda, poco propicia para el silencio; la que se llamó, acaso un poco extensamente, Primera Reunión Nacional para la Experiencia Piloto de Desarrollo Cultural en La Rioja, no difería otras en ese aspecto; la organizó la Subsecretaría de Cultura de la Nación y fue interesante y fructífera pero, como era de esperarse, se habló en ella sin cesar. Sin embargo, tengo que agradecerle la oportunidad de gozar de silencios admirables en tres provincias del país: San Juan, La Rioja y Catamarca.
Tal vez fui al Valle de la Luna porque me sedujo su nombre; porque este año, querámoslo o no, la luna anda dando vueltas por la imaginación de todos. Aunque tiene acceso por La Rioja, ha pasado a la jurisdicción de San Juan después de lo que habrá sido, supongo, una ardua cuestión de límites, ya que el examen a que fuimos sometidos en el puesto policial daba la impresión de un cruce de fronteras al llegar a un país extranjero y más bien hostil. El viaje había durado varias horas y lo agravaron la incomodidad del vehículo y el número excesivo de sus ocupantes. Pasando Patquía el camino se vuelve cada vez peor y el paisaje, árido siempre, acentúa su carácter desértico. La vegetación -ese monte xerófito nuestro, heroico y sin gracia, que nos cubre casi todo el país con sus arbolitos raquíticos- empieza a ralear y a ser sustituida por una especie de estremecedora belleza mineral. Dejamos atrás el algarrobo, el más corpulento y grácil de la flora; la brea y el chañar de troncos verdes; la pelada retama, la jarilla tiesa y olorosa a resina; el quebracho blanco, como un sauce rígido que se hubiese olvidado del agua. Dejamos atrás hasta el cardón y ya casi no nos va quedando sino el viento y la arena. Un paredón de arenisca roja, profundamente surcado, tiende un espectacular telón de fondo para unos extraños cerros de formas romas y color grisáceo, que parecen gigantescos paquidermos yacentes.
La casa donde buscamos un guía, porque las huellas son inciertas y el suelo móvil y arenoso podría paralizar el automóvil, tiene algo de alucinante: es como si hubiese brotado de la tierra al conjuro de alguna brujería. Las paredes son de algarrobo y barro; de algarrobo las vigas, los horcones que sostienen el techo y el alero, el cerco de troncos que rodea el rancho; todo colocado allí tal como fuera cortado, sin trabajar, con sus formas naturales y retorcidas. El techo de ramitas de pus-pus, está cubierto de barro: el bebedero para los animales y las bateas para lavar son troncos ahuecados; las rústicas sillas que nos ofrecen, de una primitivez enternecedora, son de madera y cuero, con un arco ojival por respaldo. Dentro del rancho, en una de las columnas naturales, está colgada a manera de decoración la tapa de una lata de dulce La Gioconda y me quedo mirándola, absorta al contemplar en aquel confín de la civilización un rostro de Leonardo. Nos lanzamos hacia la aventura entre los grandes trozos de mica que brillan como espejuelos esparcidos en derredor. Sólo entonces comienza la verdadera soledad y ese paisaje que se ha calificado como lunar, con sus montículos de color gris verdoso y su aspecto de virginidad gris trágica, de no haber sido amado por hombre alguno. La erosión del viento ha trabajado las rocas blandas hasta labrar formas sorprendentes, como las del valle Encantado en Neuquén o, en su escala mucho mayor, las de los parques nacionales de Arizona y de Utah en los Estados Unidos. Una parece un pájaro, otra una esfinge, una tercera se alza como una columna solitaria, coronada capitel que nada sostiene, como si fuese el último vestigio de un templo desaparecido. No hay una gota de agua; el único cauce que hemos cruzado es un río de sal, una cinta blanca que se retuerce como una espectral serpiente maléfica, acentuando la desolación del desierto. Unas pocas matas verdes llamadas planta del guanaco, sobreviven como por milagro en aquel yermo: no se ven animales ni pájaros, pero nuestro guía asegura que por allí pasan guanacos y que los persigue el león.
Después de almorzar me aparté un poco para percibir el silencio. ¿Cómo describirlo? No se parecía a ningún otro. Era el silencio del mundo antes de que fuese creada la vida: un mundo geológico, áspero y puro, que no ha conocido aún el grito del animal herido, el aullido de terror, el bramido de la fiera en celo, pero que de alguna manera atroz los presiente. Y sin embargo es un importante yacimiento de fósiles que atestiguan la presencia pretérita de helechos y megaterios.
En contraste con este paisaje sobrecogedor estaba el de Aschá, una finca cerca de Aimogasta donde fuimos a pasar unos días cuatro rezagados de la reunión cultural, después de concluida ésta. El dueño de casa, Julián Cáceres Freyre, nos va llevando de pueblo en pueblo para que conozcamos a la gente del lugar y nos convidan con tortilla de harina cocida en las brasas y vino patero que, como su nombre lo indica, está hecho con uvas pisadas en lagares primitivos. Las tejedoras nos muestran sus mantas de colores vivos, sus matras y peleros de gruesa lana. A mí todo me fascina: el catre de algarrobo y tientos, los morteros de piedra donde pisan el maíz para el locro, las grandes tinajas de barro que servían en otros tiempos para guardar ese vino riojano perfumado y trepador, que es una versión criolla del néctar de los dioses. Pero nada más encantador que la gente misma, con su pausado hablar apoyado en las primeras sílabas y esas maneras sobrias, recatadas y dignas del hombre de tierra adentro a quien todavía no ha contaminado la marea inmigratoria. Todas las mantas de la finca están hechas por estas mujeres hábiles y pacientes que hilan, tiñen y tejen su lana; recuerdo una bellísima , a rayas de colores violeta, naranja, blanco y negro y otra con los castaños y blancos de la lana natural, realzados de vez en cuando por unas hebras verdes.
En Aschá nos recibe la fingida primavera de los almendros en flor. Hace mucho frío pero el sol es dulce y el cielo azul; si no fuese por el zonda, que nos castigó la víspera con su azote de arena, envolviéndonos en remolinos tan densos que el automóvil debía detenerse de vez en cuando, el panorama desde la altura tendría una nitidez total. Rodean la casa mil plantas de nogal, ahora sin hojas, cuyas ramificaciones muy divergentes son un laberinto donde, al caer la noche, quedan atrapadas las estrellas. En la casa hay un fuego de troncos y una cocinera criolla que nos prepara locro y chanfaina, corderos asados, ensaladas de deliciosos berros recogidos en el arroyo y unas infusiones de yuyos de eufónicos nombres: inca-yuyo, hierbabuena, cedrón, hierba larca. Pero es afuera, subiendo sola por la quebrada a la hora de la siesta invernal, donde hallo el segundo de mis silencios. , delicadamente subrayado por cantos de pájaros y el rumor del agua que fluye entre los berros. Siento un placer inmenso al volver a la soledad y tocar las cosas misteriosas del mundo que nos hemos creado: la piedra, la corteza, la tierra, el pétalo; su aspereza o su tersura, su humedad o su tibieza. No sé que afán de reconocimiento -tal vez de incorporación a mi pequeño universo tan limitado, al que quisiera ensanchar y enriquecer- me lleva a esa avidez de contacto con las cosas y el escalofrío de la piel junto al granito es tan revelador como la dulzura de una flor de durazno recién abierta, entibiada por el sol, contra mis labios. Quiero acariciarlo todo: los líquenes anaranjados que salpican las piedras, las verdes hojas del molle, el agua glacial, los troncos lisos de los nogales que repiten su blancura desnuda por la quebrada. ¿Qué estoy acariciando, me pregunto, con este amor no devuelto que derramo sobre el mundo? Y de pronto comprendo que estoy acariciando a mi patria: no La Rioja, no la Argentina, sino el campo. Tanto tiempo sin ella y la redescubro aquí, en los confines del país, siempre nueva y antigua y mía, cada vez con un rostro diferente. El de hoy tiene cardones trepados a las cuestas y balidos de ovejitas negras que bajan a beber; hace frío, pero el sol ayuda a sobrellevar la brisa y el aire es tan seco que da gusto oír correr el agua de la acequia, invisible detrás del matorral. Entre tantos rostros inolvidables de esta patria mía, dispersa por el mundo, el de Aschá quedará en mi memoria como uno de los más gratos; me lo llevo para siempre o para el tiempo en que la memoria dure.
Vueltos a La Rioja, me despedí de mis amigos y seguí viaje sola hasta Catamarca; veo salir el sol por el valle, entre las formas azules del Ancasti y el Ambato, y los lapachos floridos de la plaza, tan verde y alegre, me consuelan de aquellas leguas de monte polvoriento.
Catamarca tiene encantos insospechados: despertarse con las campanas de San Francisco y el coro de los gallos me parece maravilloso en una ciudad; no lo es menos encontrar en pleno centro dos casas antiguas construidas en esquinas sin ochava, con un poste de madera en el vértice contra el cual se cierran las puertas formando un ángulo de noventa grados. Una puede entretenerse buscando imágenes antiguas en las iglesias, aunque halle pocas, y admirar la pequeña Virgen del Valle en su alto camarín (tratando de olvidar el oropel charro y los ex-votos de plata que tapizan las paredes) y caminar por el museo en repetidas hileras de vasijas calchaquíes. También puede, desde luego, distraerse interminablemente en tiendas de tejidos regionales comprando ponchos de alpaca, puyos de llama, cubrecamas y alforjas bordadas, fajas y matras. Y puede, teniendo entre las manos la levedad de pluma de una chalina o un poncho de vicuña, maldecir la desidia de quienes no toman medidas urgentísimas para hacer cumplir las leyes de protección a este animalito delicioso, encanto de nuestra fauna andina, que corre peligro de ser extinguido porque para obtener su lana se le da muerte. La caza ya está prohibida, pero es absurdo suponer que sea posible vigilarla en vastas extensiones deshabitadas; la única medida eficaz sería prohibir cuanto antes la comercialización de la lana; en una palabra, la venta de artículos de vicuña. Tendríamos que privarnos de los tejidos más hermosos del mundo, pero creo que no es un precio demasiado alto para salvar una especie.



El tercero de mis silencios fue en Las Tres Marías, la finca del señor Gaspar Guzmán. Queda en los cerros de Las Juntas, punto de confluencia de tres ríos de montaña y allí me fui en el largo viaje matutino de un colectivo lento y atestado; llevaba una carta para el capataz con la recomendación de que me diese algo de comer, ya que en esa población no hay hostería.
La familia de don Andrés Olmos vive en un rancho de adobe y paja, bastándose a si misma como en los tiempos bíblicos: las mujeres tejen las prendas de la casa, los varones trenzan tientos. Rosa me enseña su frazada que crece en el telar rústico, naranja con dibujos verde vivo y luego me agasajan con locro, sopa y pollo, seguidos de dulce de membrillo casero. El camino ha sido pintoresco, bastante arbolado, pero los cerros están pelados casi, con pastos duros y alguna planta de churqui, piquillín o carqueja; a lo lejos parecen recubiertos de un suave terciopelo, cuyo tono está entre el castaño y el verde, opaco bajo el nublado. Pasa una bandada de catitas, otra de palomas pequeñas; varios hombres, acompañados por perros, arrean una majada de cabras. El efecto es de pureza y desolación, pero hechas a la medida humana y no casi cósmicas, como en el Valle de la Luna. El silencio es profundo pero no hostil: es la soledad del hombre cuando se halla solo, no de la soledad en donde nunca hubo hombres. Abajo corre un río y en sus orillas crecen álamos, algún frutal, grandes sauces llorones, que se empiezan a teñir de una suave bruma precursora del follaje.
Sé que allí hay inmensos pedrones que interceptan el agua y que ésta rumorea formando remansos y cascadas y peina las algas verdes que se aferran a las rocas; sé que el ruido de las acequias entre los frutales, más manso y continuo, tiene un susurro lánguido al correr por la tierra rojiza. Pero nada de esto llega a los cerros. Allí están el viento que sacude las matas de pasto, el pájaro solitario que se destaca sobre el cielo gris, el aire enrarecido y delicioso y ese silencio exterior que tiene un eco en el silencio del alma.
Me llevo todo esto al fragor de Buenos Aires como un antídoto luminoso; lo guardaré para protegerme de tanto ruido inútil, de tanta estridencia cruel y de tanto sonido innoble que me acecharán desde la calle, las radios portátiles, la música funcional del supermercado, el televisor ajeno. Silencio sobrecogedor, silencio tierno, silencio esperanzado. Menos mal que el país todavía es grande y tenemos muchas leguas para ir a buscarlo.

Extraido de El mundo de la palabra. 1952-1972  (1990) de Alicia Jurado

febrero 23, 2012

A ti que te gustan los hombres guapos

 Vahine no te miti (Mujer del mar), 1892
Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires

(..) Hace ya veinte días que llegué y he visto tantas cosas nuevas que estoy completamente impresionado. Todavía necesitaré algún tiempo para hacer un buen cuadro. Poco a poco me pongo a ello estudiando un poco cada día (...). Te escribo al atardecer. Este silencio de la noche en Tahití es aún más extraño que el resto. No existe más que allí, sin que siquiera el grito de un pájaro turbe el descanso. Aquí y allá, una gran hoja seca que cae pero no produce sensación de ruido. Es más bien como un roce de espíritu. Los indígenas se mueven  con frecuencia durante la noche pero descalzos y silenciosos. Siempre está silencioso. Entiendo porque esta gente puede permanecer horas, días sentada sin decir una sola palabra y mirando al cielo con melancolía. Siento todo esto que va a invadirme y en estos momentos estoy descansando extraordinariamente.
Me parece que todo ese desorden de la vida de Europa ya no existe y que mañana seguirá siendo igual, y así, sin interrupción, hasta el final. No pienses por ello que soy egoísta, y que os abandono. Pero déjame vivir así durante algún tiempo. Los que me hacen reproches no saben todo lo que hay en una naturaleza de artista y entonces ¿por qué querer imponernos deberes semejantes a los suyos? Nosotros no les imponemos los nuestros.
La charla (1891) Museo Hermitage, San Petersburgo

Bella noche la de hoy. Miles de personas hacen lo mismo que yo esta noche, se dejan vivir y sus hijos se educan solos. Toda esa gente va por ahí a cualquier pueblo, en cualquier camino, duermen en una casa, comen, etc., sin dar siquiera las gracias a cambio. ¿Y se les llama salvajes? Cantan, no roban jamás, mi puerta nunca está cerrada, no matan. Dos palabras tahitianas los definen Ia Orana (buenos días), adiós, gracias etc., y Onanu (me da igual, qué más da, etc.). ¿Y se les llama salvajes?
El suelo tahitiano va haciéndose totalmente francés y poco a poco este antiguo orden de cosas va a desaparecer. Nuestros misioneros habían traído ya mucho de la hipocresía protestante y se llevan un poco de la poesía, sin contar la viruela que ha invadido toda la raza (sin estropearla demasiado, a fe mía). A ti que te gustan los hombres guapos, aquí no faltan, bastante más altos que yo y musculosos como Hércules. 

Tahití, julio 1891 a Mette

Extraido de Escritos de un salvaje de Paul Gauguin

febrero 14, 2012

Relatos en una berlina

Al día siguiente, por una hermosa alborada, tomamos la mensajería llevada por nueve mulas y un conductor, camino de Salta.
Éramos ocho pasajeros, repartidos en la berlina y el coupé.
Única de mi sexo, y también a causa de mi edad, rodeábanme atenciones y cuidados.
A mi lado sentábase un gauchi-político, hombre de cincuenta años, tinte cobrizo y barba y melenas estupendas.
Apoderábase de toda conversación; y, elevada o banal, llevábala siempre al terreno del partidismo político.
Los nombres de Miguel Juárez Celman y de Bernardo Irigoyen salían a cada momento de entre sus enmarañados bigotes, pero, ¡caso raro! sin saña ni pasión por ninguno de ellos, hablando de los sucesos políticos presentes y pasados y aún de las más terribles catástrofes originadas por ellos, con increíble serenidad, hasta con un ligero tinte de ironía, nota inseparable en todas sus frases.
Excepto él y yo, todos execraban de antemano el fragoso camino que nos aguardaba una legua adelante, enumerando uno a uno, los tajos, laderas y gruesos pedrones que iban a zarandearnos de lo lindo en las veintisiete leguas tendidas delante, hasta el Pontezuelo.
Yo no los escuchaba.
Habituada a los penosos viajes a lomo de caballo por los ásperos senderos que serpean sobre los abismos en los elevados picos de los Andes, todo camino y todo vehículo parecíanme deliciosos.
Extasiada ante el esplendente paisaje, olvidando que me escuchaban:
-¡Hete ahí -exclamaba- purísimo cielo de otro tiempo! Pintorescos sebiliares; rientes serranías de Metán, coronadas de vuestro majestuoso Crestón; ¡bendito sea Dios, que me permite volver a veros!
-¡Hum! -gruñó alguien en el fondo del coupé- no son pocos los majestuosos barquinazos que van a molernos los huesos a vista de esas rientes serranías y entre esos pintorescos sebilares...
-Que vieron degollar y fusilar más unitarios y federales que pelos tengo yo en la cabeza- interrumpió el gauchi-político con su eterna irónica serenidad.
Todos los ojos se fijaron en su profusa cabellera y la sonrisa se heló en nuestros labios.
-Precisamente -continuó, tendiendo la mano hacia la derecha del camino- allí donde ustedes ven las ruinas de aquel rancho, fusilaron a dos valientes servidores de la patria: Pereda y Boedo.
¿Cuál era su crimen?
¡Ser federales, defensores del mismo gobierno que hoy, los unitarios triunfantes, sostienen y aceptan! Habría de reír de esta imbécil inconsecuencia si no tuviera presente aquella escena que presencié niño, cuándo Boedo, uno de dos héroes de Ituzaingó, en aquel tiempo joven bellísimo, y que, herido en ese batalla por una bala, que le llevó la mandíbula inferior reemplazada por un aparato de goma elástica oculto entre su larga y abundante barba, llegado al momento supremo, así, de una manera imprevista, sin previo juicio, en un paraje desierto y rodeado de enemigos, en un arranque de indignación!
-¡Patria! -exclamó- así dejas acabar al que empleó su vida en servirte, y que por ti perdió en una hora cuanto hace dulce la vida: ¿belleza, juventud, amor?
Y así diciendo, arrancó el aparato que ocultaba la mutilación de su rostro, quedando con la lengua caída sobre el pecho, desfigurado, horrible.
- En ese momento sonó una descarga y él y su compañero cayeron, quedando luego sus cadáveres ensangrentados, solos, abandonados por sus victimarios en el lugar del suplicio.
Nosotros escuchábamos aterrados el terrible relato que todos conocíamos, pero que en la boca de aquel hombre, de aquel testigo ocular de tan extraña serenidad, tenía algo de más lúgubre todavía.
-¡Qué horror! -exclamé en medio al silencio que la sangrienta historia produjo en la galera.
-Pues señora -dijo el narrador- en aquel entonces, todo eso era nada más que hechos diarios. Poco después, muy poco después, aquel que ordenó esa doble ejecución, traicionado por uno de los suyos, cayó en manos de los federales; y... ¡qué casualidad! precisamente en este mismo paraje que atravesamos, allí, bajo ese quebracho que ahora se divisa caído, él y seis de sus compañeros fueron degollados en presencia de Oribe, que se divertía con los refinamientos de crueldad empleados por el degollador, mandando venir expresamente para esto de Chilcas, donde todavía se ve en pie el rancho en que vivía, y donde murió paralítico, secos los brazos desde las uñas hasta el hombro...
-¡Calle usted por Dios, señor! -dije a aquel bárbaro, que no llevaba miras de acabar su leyenda de horrores.
-Señora -repuso él, con la misma siniestra calma- eso no es nada para lo que resta en la epopeya de veinte años a que pertenecen estos sucesos. ¿Ve usted bajo el monte, a los dos lados del camino, esa infinidad de cruces enmohecidos por el tiempo? Son otras tantas degollaciones y fusilamientos ejecutados por federales y unitarios, en masa y diariamente, en esas dos décadas que se han llevado más gente de entre nosotros, así, de tres en tres y de cuatro en cuatro, que todas las batallas de la Independencia...
No detallaré más, pues que a la señora le mortifica...
Y de veras lo siento, porque cabalmente estamos pasando delante del sitio en que mataron a Felipe Santiago, el Decidor. Aquella cruz con guirnaldas de flores secas señala su sepultura. Señora, sería un delito no referir a ustedes quién fue Felipe Santiago y por qué lo llamaron el Decidor.
-Dígalo usted pues -concedí yo, inclinándome con resignación.
-Felipe Santiago era un mulato; pero su color oscuro y lo retorcido de sus cabellos, nada importaba para que las mujeres se desvivieran por él a causa de su apostura, de la gracia con que hablaba, cantaba, payaba; y sobre todo, por la propiedad asombrosa con que remedaba a todo el mundo: al militar, al fraile, al tribuno, al predicador, a la beata, a la coqueta, a la ingenua, al elegante, al enamorado, a todos.
Así, desde Salta hasta Tucumán, en los pueblos, en las Estancias, desde la Sala hasta el último rancho, donde Felipe Santiago se apeaba, todo se volvía fiesta.
Y era valiente, tanto como gracioso: nadie se jugaba con él; pues, aunque nunca llevaba consigo arma alguna, era fuerte y tenía un puño de hierro que más de una vez empleó, no en querella propia, sino defendiendo al débil contra el fuerte.
No pertenecía a bandos políticos. Era partidario de los buenos.
Sospechado de corresponderse con los unitarios, lo sorprendieron dormido; y atado de pies y manos, entre cuatro soldados y un oficial, llevábanlo a Metán.
Del Bordo más allá, el caballo del prisionero se cansó; y como rehusara éste seguir el camino en ancas, el oficial lo hizo lancear.
Yo pasaba por ahí a esa hora, llevado por los míos a Salta, acabadas las vacaciones del Colegio.
Mis conductores se detuvieron y presencié el espectáculo...
¿Alguno de ustedes ha visto un lanceamiento?
-Aunque no lo hubiéramos visto: basta, amigo -interrumpiólo el joven Centeno, mi acompañante -¿No ve que está atormentando a la señora?
-Cierto: olvidaba... Pero, si son cosas naturales en la guerra..., en la guerra civil, sobre todo.
Felizmente llegábamos al Río de las Piedras, que me pareció un paraíso, tras el río de sangre en que nos traía envueltos aquel lúgubre narrador.

Extraído de La Tierra Natal (1889) de Juana Manuela Gorriti

febrero 13, 2012

La falsa ciudadela del recuerdo


Acerca de la manera de viajar de Atenas a Cabo Sunion


and the recollection of that absence of tree, that nothingness, is more vivid to me that any memory of the tree itself.
E. F. Bozman, The White Road

La memoria juega con su propio contenido un oscuro juego del que cualquier tratado de psicología aporta pruebas ejemplares. Arritmia del hombre y su memoria, que a veces se queda atrás y otras finge un espejo impecable que la confrontación parece desmentir con escándalo. Cuando Diaghilev volvió a montar los ballets rusos, algunos críticos le reprocharon que los decorados de Petrushka hubieran perdido su deslumbrante policromía original: eran los mismos, perfectamente conservados. Baskt se vio obligado a levantar los tonos para ponerlos a la par de una memoria apoteósica. Usted que va a las cinematecas, ¿cómo se entiende con su recuerdo de las películas de Pabst, de Dreyer, de Lupu Pick?
Curioso eco que almacena sus réplicas con arreglo a otra acústica que la de la conciencia o la esperanza; el salón de los bustos romanos de la memoria suele prodigar sátrapas persas o, más sutilmente, en el rostro de Cómodo o Gordiano se instala una sonrisa que viene de un daguerrotipo de Nadar o de un marfil carolingio, cuando no de una tía que nos daba galletitas con oporto en Tandil. El supuesto archivo de las fotocopias devuelve extrañas criaturas; el verde paraíso de los amores de infancia que rememora Baudelaire es para muchos un futuro al revés, un anverso de esperanza frente al gris purgatorio de los amores adultos, y en esa sigilosa inversión que ayuda a creer que no se vivió demasiado mal puesto que al menos hubo un lejano edén y una dicha inocente, la memoria semeja la araña esquizofrénica de los laboratorios donde se ensayan los alucinógenos, que teje telas aberrantes con agujeros, zurcidos y remiendos. La memoria nos teje y atrapa a la vez con arreglo a un esquema del que no se participa lúcidamente; jamás deberíamos hablar de nuestra memoria, porque si algo tiene es que no es nuestra; trabaja por su cuenta, nos ayuda engañándonos o quizás nos engaña para ayudarnos; en todo caso de Atenas se viaja a Cabo Sunion en un autocar destartalado, y eso me lo explicó en París mi amigo Carlos Courau, cronopio infatigable si los hay. Me lo explicó junto con otros itinerarios griegos, cediendo al placer de todo viajero que al narrar su periplo lo rehace (por eso Penélope esperará eternamente) y al mismo tiempo saborea un viaje vicario, el que hará este amigo al que ahora le está explicando cómo se va desde Atenas a Cabo Sunion. Tres viajes en uno, el real pero ya transcurrido, el imaginario pero presente en la palabra, y el que otro hará ene el futuro siguiendo las huellas del pasado y a base de los consejos del presente, es decir que el autocar salía de una plaza ateniense hacia las diez de la mañana y convenía llegar con tiempo porque se llenaba de pasajeros locales y de turistas. Ya esa noche, en ese recuento de andanzas y monumentos, la araña eligió extrañamente, porque al fin y al cabo, qué demonios, el relato que me había hecho Carlos de su llegada a Delfos, o el viaje por mar hasta las Cícladas, o la playa de Míconos al atardecer, cualquiera de los cien episodios que abarcan Olimpia y Mistra, la visión del canal de Corinto y la hospitalidad de los pastores, era más interesante e incitador que el modesto consejo de llegar con tiempo a una plaza polvorienta para tomar un autocar sin peligro de quedarse sin asiento entre cestas de gallinas y marines de quijadas paleolíticas. La araña escuchó todo, y de esa secuencia de imágenes, perfumes y plintos fijó para siempre la visión imaginaria que yo me hacía de una plaza a la que había que llegar temprano, de un autocar esperando bajo los árboles.

Cabo Sunion
Fui a Grecia un mes después, y vino el día en que busqué la plaza que naturalmente no se parecía en nada a la de mi imaginación. En el momento no comparé, la realidad exterior invade a codazos la conciencia, el lugar que ocupa un árbol no deja sitio para más, el autocar era destartalado como había dicho Carlos pero no se asemejaba al que yo había visto tan claramente mientras él lo nombraba; por suerte había asientos libres, vi Cabo Sunion, busqué la firma de Byron en el templo de Poseidón, en un tramo solitario de la costa escuché el ruido fofo de un pulpo que un pesador estrellaba una y otra vez contra las rocas.
Entonces, de vuelta en París, pasó esto: cuando conté mi viaje y se habló del paseo a Cabo Sunion, lo que vi mientras narraba mi partida fue la plaza de Carlos y el autocar de Carlos. Primero me divirtió, después me sorprendí; a solas, cuando pude rehacer la experiencia, traté aplicadamente de ver el verdadero escenario de esa banal partida. Recordé fragmentos, una pareja de labriegos qiue viajaban ene le asiento de al lado, pero el autocar seguía siendo el otro, el de Carlos, y cuando reconstruía mi llegada a la plaza y mi espera (Carlos había hablado de los vendedores de pistacho y del  calor) lo único que veía sin esfuerzo, lo único realmente verdadero era esa otra plaza que había ocurrido en mi casa de París mientras se la escuchaba a Carlos; y el autocar de esa plaza esperaba en mitad de la cuadra bajo los árboles que lo protegían del sol quemante, y no en una esquina como yo sabía ahora que estaba la mañana en que lo tomé para ir a Cabo Sunion.
Han pasado diez años, y las imágenes de un rápido mes en Grecia se han ido adelgazando, se reducen cada vez más a algunos momentos que eligieron mi corazón y la araña. Está la noche de Delfos en que sentí lo numinoso y no supe morir, es decir nacer; están las horas altas de Micenas, la escalinata de Faistos, y las minucias que la araña guarda en cumplimiento de una figura que se nos escapa, el dibujo de un mediocre fragmento del mosaico en el puerto romano de Delos, el perfume de un helado en una calleja de Placca. Y además está el viaje de Atenas a Cabo Sunion, y sigue siendo la plaza de Carlos y el autocar de Carlos, inventados una noche en París mientras él me aconsejaba llegar con tiempo para encontrar asiento; son su plaza y su autocar, y los que busqué y conocí en Atenas no existen para mí, desalojados, desmentidos por esos fantasmas más fuertes que el mundo, inventándolo por adelantado para destruirlo mejor en su último reducto, la falsa ciudadela del recuerdo.

Extraido de La vuelta al día en ochenta mundos de Julio Cortázar

enero 24, 2012

Telas en ejecución

Camille Pissarro - The Village of Knocke, Belgium, 1894

Knocke por Brujas, 30 de julio de 1894

Mi querido Lucien

Estoy de vuelta desde el viernes por la tarde, de nuestra excursión a Zeland. He visto en Middleburg esos trajes de mujeres y los niños encantadores de que tú me hablabas con tanto entusiasmo. En efecto, es de una extraordinaria belleza estética. Puedo decir que quedamos realmente embriagados por el color local, la atmósfera y el estilo tan primitivo de ese pequeño rincón de Holanda. Élisée Reclus, Théo, Félix y yo hemos pasado esos dos días en pleno encantamiento; hemos extendido nuestras excursiones hasta Westcapelle, el punto extremo de la isla Walcheren, tan rica de fertilidad que me recordaban alguna manera las islas que rodean a St-Thomas. En Veere he visto motivos de paisajes soberbios. El mercado de la mantequilla en Middleburg, bajo grandes árboles, ¡¡qué cuadro!!
Temo mucho que deba permanecer en el extranjero durante cierto tiempo. Desde la última ley votada por las cámaras francesas, es absolutamente imposible para cualquiera sentirse seguro. ¡Cuando se piensa que está permitido a un conserje abrir tus cartas, que una simple denuncia puede arrastrarte a la frontera o a la prisión, sin defensa! Los amigos se van sucesivamente de Francia. Mirbeau, Paul Adam, Bernard Lazare, Steinlen, Hamont debían ser arrestados, pudieron huir a tiempo; ese pobre Luce fue apresado, probablemente por una denuncia. Y como desconfío de ciertas personalidades de Éragny que nos tienen ganas, me quedaré en el extranjero. Escribo a Durand-Ruel para prevenirlo y preguntarle si quiere que le envíe cuadros.
Aquí no he trabajado mal; tengo siete u ocho telas en ejecución.

Extraido de Cartas a Lucien de Camille Pissarro