En cuanto a los que viajan a lejanas
regiones, generalmente en grupo, para hacer provisión de sol y de imágenes, se
exponen, en el mejor de los casos, a encontrar solamente aquello que esperaban
encontrar: a saber, hoteles extrañamente semejantes a los que frecuentaban en
otros lugares el año anterior, habitaciones con televisión para mirar el programa
de CNN, las series norteamericanas o la película pornográfica del
momento, piscinas situadas junto a las playas y, en el caso de los más venturosos,
algunos leones de Kenya fieles a la cita que les asigna por la tarde un hábil
guía, algunos flamencos rosados, algunas ballenas argentinas, algunos canastos
o mostradores en los que los descendientes de los salvajes de antes venden sus baratijas
a las puertas de sus reservas o hasta en el centro mismo de las ciudades donde,
empobrecidos, se proletarizan.
El viaje imposible es ese viaje que ya nunca haremos
más. Ese viaje que habría podido hacernos descubrir nuevos paisajes y nuevos
hombres, que habría podido abrirnos el espacio de nuevos encuentros. Eso
ocurrió alguna vez y algunos europeos sin duda experimentaron entonces
fugitivamente lo que nosotros experimentaríamos hoy si una señal
indiscutible nos probara la existencia, en alguna parte del espacio, de seres
vivos capaces de comunicarse con nosotros. Pero, mientras esperamos ese
improbable o remoto encuentro, ya nuestra ciencia ficción le presta los colores
de la guerra. Y nosotros, ¿qué hemos hecho de nuestros viajes y de nuestros
descubrimientos? ¿Qué placer podría depararnos hoy el espectáculo estereotipado
de un mundo globalizado y en gran parte miserable?
Pero,
entendámonos bien: viajar, sí, hay que viajar, habría que viajar, pero sobre
todo no hacer turismo. Esas agencias que cuadriculan la tierra, que la dividen
en recorridos, estadías, en clubes cuidadosamente preservados de toda
proximidad social abusiva, que han hecho de la naturaleza un "producto",
así como otros quisieran hacer un producto de la literatura y del arte, son las
primeras responsables de la ficcionalización del mundo, de su desrealización
aparente; en realidad, son las responsables de convertir a unos en espectadores y a otros en espectáculo. Quienes se equivocan de papel, como es sabido, se ven
prontamente estigmatizados y si es posible se los envía de vuelta en charters a
sus lugares de origen.
El
mundo existe todavía en su diversidad. Pero esa diversidad poco tiene que ver
con el calidoscopio ilusorio del turismo. Tal vez una de nuestras tareas más
urgentes sea volver a aprender a viajar, en todo caso, a las regiones más
cercanas a nosotros, a fin de aprender nuevamente a ver.
Extraído de El Viaje imposible. El turismo y sus imágenes (1997) de Marc Augé