noviembre 25, 2011

En Londres (1938) - Vinicius de Moraes


Inglaterra no fue para mí un amor a primera vista. Al llegar a Londres la ciudad me sorprendió por su reserva. Sentí, de hecho, la poesía del gran puerto, a bordo del navío que entraba lentamente en el Támesis bajo las luces de la madrugada azul-ceniza, poblada de lentas alas blancas de gaviotas. Pero cuando me hallé frente a las calzadas de Piccadilly Circus, cerca de mi hotel, sentí como si la ciudad inmensa estuviese divirtiéndose al observar al chico carioca en su primer contacto con la austeridad del Imperio Británico. Y me hice la rabona. Eran las seis de la tarde y había multitudes en las calles, multitudes que provenían de Regent Street y de Bond Street, multitudes que pasaban a mi lado sin verme, para darme esa sensación exacta de lo que yo era y que mi vanidad de joven poeta premiado no se disponía a admitir: una forma liliputiense más entre las otras, que se paseaba sobre el rostro gigantesco de un Gulliver encadenado, pero divertido con la pequeñez de sus conquistadores. Recuerdo que, en cierto momento, pasó a mi lado una familia hindú vestidas según su usanza: los hombres con turbante, las mujeres envueltas en saris. Jamás había visto un hindú en mi vida. Aquello era demasiado para mí. Fui a refugiarme detrás de un sherry (jerez) en el bar del hotel y salí de allí sólo para irme a dormir a las nueve de la noche. Solo en mi habitación sentí un aislamiento feroz, que parecía venir de la ciudad infinita que me traía de vez en cuando, adormecidos por la distancia, los ruidos informes de su vida nocturna (...)

Sólo tres o cuatro días después, al intentar atravesar una calle en el momento equivocado, me sentí realmente protegido por el Imperio Británico, y comencé a pensar que, a pesar de mi salvajismo, podría amar a Inglaterra. Cuando avanzaba, se posó una mano en mi hombro, a un  tiempo imperiosa y amiga, una mano que me detuvo sin mayor esfuerzo. Alcé la vista hacia atrás y vi muy arriba, muy por encima de mí, mirando desde lo alto, a ese ser especial en el mundo que se denomina “un guardián inglés”, un constable, alto como la Torre de Londres, firme como el peñón de Gibraltar. Cuando llegó el momento adecuado para cruzar la calle, la presión sobre mi hombro desapareció, la mano se retiró y pude partir. Le dirigí una mirada de agradecimiento, a la cual respondió con otra, en la que sentí un frío e inteligente sentido del humor.

Una semana más tarde en una tarde agónica, constantemente cortada por una fina lluvia de neurastenia, mientras esperaba adquirir la entrada para un concierto de Yehudi Menuhin, vi una larga hilera de paraguas formada a ambos lados de una calle cercana al teatro. Me dirigí hacia allí. Poco después pasaba, en automóvil, un señor o, mejor dicho un paraguas famoso, que agitaba en la mano una hoja de papel para la multitud que lo aplaudía. En ese señor reconocí al primer ministro Neville Chamberlain y recordé que volvía de Munich. El papel en cuestión era el pseudocompromiso de no declarar la guerra que le había dado Hitler –que, a pesar de eso, pronto anexaría Checoslovaquia a la potencia alemana-. No, le di mayor importancia al hecho porque en aquel tiempo apenas tenía veinticuatro años y la política no era mi fuerte. Pero no habían pasado dos días y vi en la cara del hombre de las calles de Londres la “resaca” de aquel desfile triste e inútil. Vi al pueblo de Londres con aspecto grave y mirar preocupado. En sus rasgos, leí por primera vez el sentimiento de la cólera contenida y pensé que, desahogada, esa cólera debería ser terrible.

Ya no recuerdo si fue en vísperas del episodio de Munich, o poco antes, que corrió el rumor de que la ciudad de Londres sería bombardeada. Yo había pasado el día en la casa de un conocido y al salir a la calle, sin saber nada aún, entré en the fog, la niebla más espesa que vi en toda mi vida. Me guarecí en un edificio y decidí esperar, no sin un sentimiento de extrañeza en el corazón. Otra vez un constable me sacó de apuros, conduciéndome, como un lazarillo a un ciego, hasta un taxi. Sólo al llegar a mi cuarto, en la pensión a la que me había mudado –uno de esos cuartos del subsuelo desde donde se ve, a través de la ventana, apenas los pies de la humanidad- tomé conciencia cuando hallé una esquela del British Council instándome a viajar de urgencia a Oxford. Desde el cielo nocturno de Londres me llegaba, mágico y constante, el ronquido de los aviones de caza, a la espera de cualquier eventualidad. Era mi primera experiencia de guerra, pero no tuve miedo y decidí desobedecer al British Council. Me acosté y permanecí inmóvil escuchando aquel ruido informe, siniestro y agorero, con el astillado de la primera explosión. Todo aquello era para mí una gran aventura, una gran aventura que, misteriosamente, me aproximaba a Inglaterra y a su pueblo. Mi íntima creencia era que desertar sería cobarde, es decir, abandonar Londres a las bombas alemanas, no estar presente en su defensa, no defenderla yo mismo –proteger a la ciudad que tenía manos para proteger mi vida, cuidados maternales para mi inexperiencia-. Y esa noche, al fin, me dormí. (...)

Otra noche, después de unos tragos, pensé subir la escalera mecánica del underground de Piccadilly Circus en sentido inverso. La escalera mecánica descendía a una velocidad razonable, de modo que yo debía superar esa velocidad y alcanzar así la plataforma superior de la enorme estación. Me lancé a la prueba: hasta hoy no sé cómo logré conseguirlo, porque mi esfuerzo fue desmedido. En fin: fui alentado de modo formidable por todos los que bajaban, y muchos me aclamaban y animaban con palabras y aplausos, como una verdadera hinchada a mi favor. No hubo una sola protesta contra la impertinencia del extranjero que venía a perturbar el buen orden de los servicios de utilidad pública. Ese fue mi primer contacto con el espíritu deportivo inglés, y una de las razones por las que amé a Inglaterra y me sentí tan bien en Londres.

Extraido de El Relato de Viaje. De Sarmiento a Humberto Eco de Jorge Monteleone

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