febrero 14, 2012

Relatos en una berlina

Al día siguiente, por una hermosa alborada, tomamos la mensajería llevada por nueve mulas y un conductor, camino de Salta.
Éramos ocho pasajeros, repartidos en la berlina y el coupé.
Única de mi sexo, y también a causa de mi edad, rodeábanme atenciones y cuidados.
A mi lado sentábase un gauchi-político, hombre de cincuenta años, tinte cobrizo y barba y melenas estupendas.
Apoderábase de toda conversación; y, elevada o banal, llevábala siempre al terreno del partidismo político.
Los nombres de Miguel Juárez Celman y de Bernardo Irigoyen salían a cada momento de entre sus enmarañados bigotes, pero, ¡caso raro! sin saña ni pasión por ninguno de ellos, hablando de los sucesos políticos presentes y pasados y aún de las más terribles catástrofes originadas por ellos, con increíble serenidad, hasta con un ligero tinte de ironía, nota inseparable en todas sus frases.
Excepto él y yo, todos execraban de antemano el fragoso camino que nos aguardaba una legua adelante, enumerando uno a uno, los tajos, laderas y gruesos pedrones que iban a zarandearnos de lo lindo en las veintisiete leguas tendidas delante, hasta el Pontezuelo.
Yo no los escuchaba.
Habituada a los penosos viajes a lomo de caballo por los ásperos senderos que serpean sobre los abismos en los elevados picos de los Andes, todo camino y todo vehículo parecíanme deliciosos.
Extasiada ante el esplendente paisaje, olvidando que me escuchaban:
-¡Hete ahí -exclamaba- purísimo cielo de otro tiempo! Pintorescos sebiliares; rientes serranías de Metán, coronadas de vuestro majestuoso Crestón; ¡bendito sea Dios, que me permite volver a veros!
-¡Hum! -gruñó alguien en el fondo del coupé- no son pocos los majestuosos barquinazos que van a molernos los huesos a vista de esas rientes serranías y entre esos pintorescos sebilares...
-Que vieron degollar y fusilar más unitarios y federales que pelos tengo yo en la cabeza- interrumpió el gauchi-político con su eterna irónica serenidad.
Todos los ojos se fijaron en su profusa cabellera y la sonrisa se heló en nuestros labios.
-Precisamente -continuó, tendiendo la mano hacia la derecha del camino- allí donde ustedes ven las ruinas de aquel rancho, fusilaron a dos valientes servidores de la patria: Pereda y Boedo.
¿Cuál era su crimen?
¡Ser federales, defensores del mismo gobierno que hoy, los unitarios triunfantes, sostienen y aceptan! Habría de reír de esta imbécil inconsecuencia si no tuviera presente aquella escena que presencié niño, cuándo Boedo, uno de dos héroes de Ituzaingó, en aquel tiempo joven bellísimo, y que, herido en ese batalla por una bala, que le llevó la mandíbula inferior reemplazada por un aparato de goma elástica oculto entre su larga y abundante barba, llegado al momento supremo, así, de una manera imprevista, sin previo juicio, en un paraje desierto y rodeado de enemigos, en un arranque de indignación!
-¡Patria! -exclamó- así dejas acabar al que empleó su vida en servirte, y que por ti perdió en una hora cuanto hace dulce la vida: ¿belleza, juventud, amor?
Y así diciendo, arrancó el aparato que ocultaba la mutilación de su rostro, quedando con la lengua caída sobre el pecho, desfigurado, horrible.
- En ese momento sonó una descarga y él y su compañero cayeron, quedando luego sus cadáveres ensangrentados, solos, abandonados por sus victimarios en el lugar del suplicio.
Nosotros escuchábamos aterrados el terrible relato que todos conocíamos, pero que en la boca de aquel hombre, de aquel testigo ocular de tan extraña serenidad, tenía algo de más lúgubre todavía.
-¡Qué horror! -exclamé en medio al silencio que la sangrienta historia produjo en la galera.
-Pues señora -dijo el narrador- en aquel entonces, todo eso era nada más que hechos diarios. Poco después, muy poco después, aquel que ordenó esa doble ejecución, traicionado por uno de los suyos, cayó en manos de los federales; y... ¡qué casualidad! precisamente en este mismo paraje que atravesamos, allí, bajo ese quebracho que ahora se divisa caído, él y seis de sus compañeros fueron degollados en presencia de Oribe, que se divertía con los refinamientos de crueldad empleados por el degollador, mandando venir expresamente para esto de Chilcas, donde todavía se ve en pie el rancho en que vivía, y donde murió paralítico, secos los brazos desde las uñas hasta el hombro...
-¡Calle usted por Dios, señor! -dije a aquel bárbaro, que no llevaba miras de acabar su leyenda de horrores.
-Señora -repuso él, con la misma siniestra calma- eso no es nada para lo que resta en la epopeya de veinte años a que pertenecen estos sucesos. ¿Ve usted bajo el monte, a los dos lados del camino, esa infinidad de cruces enmohecidos por el tiempo? Son otras tantas degollaciones y fusilamientos ejecutados por federales y unitarios, en masa y diariamente, en esas dos décadas que se han llevado más gente de entre nosotros, así, de tres en tres y de cuatro en cuatro, que todas las batallas de la Independencia...
No detallaré más, pues que a la señora le mortifica...
Y de veras lo siento, porque cabalmente estamos pasando delante del sitio en que mataron a Felipe Santiago, el Decidor. Aquella cruz con guirnaldas de flores secas señala su sepultura. Señora, sería un delito no referir a ustedes quién fue Felipe Santiago y por qué lo llamaron el Decidor.
-Dígalo usted pues -concedí yo, inclinándome con resignación.
-Felipe Santiago era un mulato; pero su color oscuro y lo retorcido de sus cabellos, nada importaba para que las mujeres se desvivieran por él a causa de su apostura, de la gracia con que hablaba, cantaba, payaba; y sobre todo, por la propiedad asombrosa con que remedaba a todo el mundo: al militar, al fraile, al tribuno, al predicador, a la beata, a la coqueta, a la ingenua, al elegante, al enamorado, a todos.
Así, desde Salta hasta Tucumán, en los pueblos, en las Estancias, desde la Sala hasta el último rancho, donde Felipe Santiago se apeaba, todo se volvía fiesta.
Y era valiente, tanto como gracioso: nadie se jugaba con él; pues, aunque nunca llevaba consigo arma alguna, era fuerte y tenía un puño de hierro que más de una vez empleó, no en querella propia, sino defendiendo al débil contra el fuerte.
No pertenecía a bandos políticos. Era partidario de los buenos.
Sospechado de corresponderse con los unitarios, lo sorprendieron dormido; y atado de pies y manos, entre cuatro soldados y un oficial, llevábanlo a Metán.
Del Bordo más allá, el caballo del prisionero se cansó; y como rehusara éste seguir el camino en ancas, el oficial lo hizo lancear.
Yo pasaba por ahí a esa hora, llevado por los míos a Salta, acabadas las vacaciones del Colegio.
Mis conductores se detuvieron y presencié el espectáculo...
¿Alguno de ustedes ha visto un lanceamiento?
-Aunque no lo hubiéramos visto: basta, amigo -interrumpiólo el joven Centeno, mi acompañante -¿No ve que está atormentando a la señora?
-Cierto: olvidaba... Pero, si son cosas naturales en la guerra..., en la guerra civil, sobre todo.
Felizmente llegábamos al Río de las Piedras, que me pareció un paraíso, tras el río de sangre en que nos traía envueltos aquel lúgubre narrador.

Extraído de La Tierra Natal (1889) de Juana Manuela Gorriti

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